domingo, 18 de noviembre de 2012

El sapo y la mariposa





Un estanque. En él, un sapo. Tiene hambre. No obstante, desenrolla su lengua y empuja hacia la orilla a la mariposa, que estaba a punto de ahogarse.
Conversan. Ella le cuenta las maravillas del inmenso mundo que se extiende más allá del estanque. Él quiere volar y no se eleva.Siguen conversando.Él le cuenta las maravillas del inmenso mundo que se extiende más allá de la superficie.
Ella quiere bucear y, nuevamente, lo intenta. Esta vez, la certeza la empuja con mayor vehemencia.
Con la ayuda del sapo, desciende hacia las profundidades en el interior de una burbuja, que se hace cada vez más pequeña. Ilusionada, le implora al sapo continuar.
Apenas muere, la engulle. Mientras la digiere, recuerda la angustia de la mariposa cuando estuvo a punto de ahogarse en la superficie. El sapo hace el amago de volar.

Rafael R. Valcárcer

domingo, 7 de octubre de 2012

"Abrir la Cancela", John Berger


"El techo del dormitorio está pintado de azul pálido. De los dos grandes ganchos oxidados que sobresalen de las vigas colgaba los chorizos y los jamones el campesino que habitó la casa en tiempos. Ésta es la habitación en la que estoy escribiendo. Por la ventana se ven unos ciruelos viejos cuyos frutos empiezan a tener un intenso azul oscuro, y detrás, la colina más cercana, la primera estribación de las montañas.
Temprano esta mañana, cuando todavía no me había levantado, entró una golondrina, dio una vuelta al cuarto, se dio cuenta de su error y volvió a salir por la ventana; sobrevoló los ciruelos y se posó en el cable del teléfono. Cuento este pequeño incidente porque me parece que guarda cierto paralelismo con las fotografías de Pentti Sammallahti. Éstas también son infrecuentes, como la golondrina en el dormitorio.
Hace dos años que tengo estas fotos en casa. Las saco muchas veces de la carpeta donde las guardo y se las enseño a los amigos que pasan. Primero se quedan boquiabiertos y luego las observan detenidamente, sonriendo. Miran los lugares fotografiados durante mucho más tiempo del que es normal mirar una fotografía. A veces me preguntan si conozco a Pentti Sammallahti.
O en qué parte de Rusia fueron tomadas. Cuándo. Nunca intentan dar palabras al evidente placer que les producen. Se limitan a contemplarlas y a recordar. ¿Qué recuerdan?
***
En todas las imágenes hay un perro, por lo menos. De esto no hay duda, y podría ser un truco sin más. Pero, en realidad, los perros están ahí para darnos la llave que abre la puerta. No, no la puerta; la cancela de un jardín, pues en ellas todo está fuera, fuera y más allá.
También observo que todas las fotos tienen una luz especial, una luz determinada por el momento del día o la estación. E, invariablemente, es la luz en la que están al acecho las figuras; al acecho de animales, de nombres olvidados, de un sendero de vuelta a casa, del nuevo día, del sueño, del siguiente camión, de la primavera. Es una luz en la que no hay permanencia; la luz de lo que no dura más que un vistazo. Esta luz es otra llave que también abre la cancela.
Las fotos fueron tomadas con una cámara panorámica, de las que se usan normalmente en los estudios geológicos. El gran angular no es aquí importante sólo por razones estéticas, sino también, como en el caso de la geología, por razones científicas, relacionadas con la observación. Una lente de menor angular no hubiera captado lo que veo yo ahora, de modo que hubiera permanecido invisible. ¿Qué veo?
En la vida diaria realizamos un intercambio constante con la inmensa serie de apariencias que nos rodean: a veces son muy conocidas; a veces son inesperadas y nuevas, pero siempre nos confirman en nuestras vidas. Y aunque sean inquietantes, no dejan de hacerlo: la visión de una casa en llamas, por ejemplo, o la de un hombre acercándose a nosotros con un cuchillo entre los dientes, no deja de recordarnos (perentoriamente) nuestra vida y su importancia. Lo que vemos habitualmente nos confirma.
Pero puede suceder que, de pronto, inesperadamente, y con mucha frecuencia en la media luz de las miradas furtivas, columbremos otro orden visible que se cruza con el nuestro y no tiene nada que ver con él.
La velocidad de una película de cine es de 25 fotogramas por segundo. Dios sabe cuántos fotogramas se suceden en nuestra percepción diaria. Pero es como si en los breves momentos de los que hablo, de pronto, para nuestro desconcierto, fuéramos capaces de ver entre dos fotogramas y nos topáramos con algo que no estaba destinado a nosotros. Puede que estuviera destinado a las aves nocturnas, a los renos, a los hurones, a las anguilas, a las ballenas...
El orden visible al que estamos acostumbrados no es el único: coexiste con otros. Los cuentos de hadas, de fantasmas y de ogros eran un intento humano de reconciliarse con esta coexistencia. Los cazadores siempre lo tienen en cuenta, y por eso son capaces de leer signos que nosotros no vemos. Los niños lo perciben intuitivamente, porque les gusta esconderse detrás de las cosas, y desde allí descubren los intersticios existentes entre las diferentes gamas de lo visible.
Los perros, con sus rápidas patas, su aguzado olfato y su desarrollada memoria para los ruidos, son por naturaleza expertos en las fronteras entre los diferentes órdenes visibles, expertos conocedores de estos intersticios. Sus ojos, cuyo mensaje suele confundirnos porque es urgente y mudo, están adaptados tanto al orden humano como a los otros órdenes visibles. Por eso, tal vez, en tantas ocasiones y por tantas razones distintas, adiestramos a los perros como guías.
Probablemente fue el perro el que guió al gran fotógrafo finés hasta el momento y el lugar en los que tomó estas fotografías. En todas ellas, el orden humano está siempre a la vista, pero ha dejado de ocupar un lugar central y se aleja sigilosamente. Los intersticios están abiertos.
El resultado es inquietante: hay más soledad, más dolor, más abandono. Pero al mismo tiempo, hay una expectación que yo no he vuelto a experimentar desde la infancia, desde que hablaba con los perros, escuchaba sus secretos y me los guardaba para mí.

"Abrir la Cancela", John Berger. En: El tamaño de una bolsa.

miércoles, 15 de agosto de 2012

La cocina de la abuela


En vacaciones y fiestas, pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina de la abuela Isabel, la estancia más grande de toda la casa. Tablas y cuchillos; sartenes, cacerolas de cobre, ristras de ajos y pimientos secos, colgando del techo; saquitos de cacao, azúcar, harina y legumbres sobre las encimeras de mármol; armarios repletos de conservas y mermeladas; potes de caldos hirviendo en los fogones y dulces haciéndose en el horno. Un corazón que latía a ritmo de huevos batidos, coplas, risas y algún grito acompañando el estruendo de loza al romperse. Me gustaba el ajetreo, la mezcla de olores dulces y salados, los golpes del cuchillo en la madera, fileteando ajos y picando cebollas.
Pronto me incorporé al trajín de los guisos y los asados para familiares y jornaleros. Al principio mi abuela me mandaba para el piso de arriba a estudiar las asignaturas del curso, pero la convencí para que me dejara pasar las mañanas en la cocina, con la promesa de que dedicaría las tardes al estudio. Subía a mi habitación después de comer, abría el libro de Lengua, leía varias veces las perífrasis verbales, no me enteraba de nada, lo dejaba abierto, salía por la ventana y me iba al río a coger berros para la ensalada.
Cuando caía la tarde, volvía a la cocina donde mi abuela cuajaba tortillas de camarones, escabechaba jureles o asaba chicharros. Bajo la dirección de Julia, la vecina que nos ayudaba, yo me iniciaba en los postres. Arroz hervido en leche, con un tirabuzón de piel de limón, natillas espesando, con un palito de canela, mouse de chocolate negro, plátanos al ron o granadas con vino y azúcar.
Pero era en las vísperas de las fiestas cuando más se cocinaba. Estofar perdices, cocinar las gallinas en pepitoria, rellenar buñuelos de nata y chocolate, hacer roscos, galletas, milhojas y bayonesas con cabello ángel. Tenerlo todo listo para cuando la casa se llenara de gente. Venían mis padres, mis tíos y mis primos. Unas treinta personas. Como había mucho trabajo, Julia se quedaba a dormir en la casa y se traía a su hija Nati. A ella le gustaba remover el azúcar dentro de un cazo con la cuchara de madera, hasta conseguir caramelo líquido para los flanes. Pero lo que más le gustaba, era hundir el dedo en la cazuela donde se enfriaba el chocolate negro, sacarlo con un dedal tibio y meterlo en mi boca.
Decidí, sin saber cuándo, que sería cocinero, pasaría el resto de mi vida entre pucheros, y desnudaría con mi lengua, el dedo de Nati. Me gané a mi madre cuando me puse el delantal y cociné en casa mi primer plato de callos. A mi padre le costó más renunciar al hijo universitario, pero, entre trocitos de pan mojados en salsas, torrijas, dulce de leche y la fogosidad de las siestas con mi madre, comenzó a soñarme un gran cocinero.
Lola Sanabria

jueves, 9 de agosto de 2012





La llegada de la Evelyn al Cuarenta y Ocho fue como la de cualquier otra persona, solo que ella llevaba una cartera con tres pistolas cargadas. Tocó el timbre del motel de fachada rosa iluminada con neones azules y entregó un fajo de billetes a la camarera, que le indicó la habitación signada con el número seis. Sin vacilar, sacó una pistola e hizo fuego contra la cerradura, antes de patear la puerta y entrar a la habitación en la que estaba Fernando con otra mujer. La voz de Luz Casal susurraba: «Te has parado a pensar en lo que sufrirás...».
Fernando se levantó, asustado, y la mujer se tiró al suelo, gritando. La Evelyn estaba calmada. En el mundo en el que había crecido, entre narcos y delincuentes, cargar armas y saber usarlas era parte de la vida cotidiana. Por eso, sin hacer caso de los gritos ni de las palabras atropelladas con que Fernando trataba de disuadirla, apuntó y disparó de nuevo, hiriéndolo en el muslo. Luego volvió el cañón hacia la mujer desnuda y vació la primera arma, sin detenerse hasta que el percutor sonó a hueco y ella quedó inerte, envuelta en parte de la sábana, con la cabeza apoyada en el velador.
Después miró al hombre, que le suplicaba que parara, apretando la herida de su pierna, tirado sobre la cama. La Evelyn sacó la otra pistola y apuntó disparando a la pared, a la lámpara, al borde de la cama, acercándose cada vez más a Fernando. Se dio ese tiempo con la tranquilidad y la pericia de los que saben.
Dieciocho tiros salieron de las armas que usaba, ninguno lo suficientemente certero como para provocar la muerte del hombre acorralado en la cama, sin hacer amago de escapar, solo esperando a que aquello terminara.
La Evelyn bajó la mano que sostenía la pistola y caminó hacia Fernando, como si no diera por hecho que la camarera debía haber llamado a la policía. Había silencio en el motel y solo se escuchaba la respiración y los quejidos del hombre, envueltos en la voz de Luz Casal: «...recordarás el sabor de mis besos...».
Cuando estuvo junto a él, la Evelyn lo miró desde lo alto, con la seguridad del que ha ganado una partida. Fernando le pedía perdón, suplicante.
Ella no habló. Solo esbozó una sonrisa y levantó la mano armada. La bala número diecinueve fue a incrustarse en medio de los genitales de Fernando.
La Evelyn salió de la habitación, caminó hasta la puerta del Cuarenta y Ocho y desapareció enfundada en el azul de los neones de la fachada. En la habitación número seis, Luz Casal terminaba la canción: «...y entenderás en un solo momento qué significa un año de amor».
Gabriela A
guilera

miércoles, 8 de agosto de 2012

El sombrero rojo


Hubo una vez un hombre con un sombrero rojo. Lucía orgulloso siempre su sombrero. No hablaba, simplemente nunca se olvidaba de ponerse su sombrero rojo al salir de casa.
Saludaba cortésmente a la gente, en general, nunca se dirigía hacia ellos ni levantaba su sombrero para saludar. Simplemente les dedicada un breve gesto con la mano y proseguía su camino. Iba siempre orgulloso y altivo con su sombrero rojo.
Un buen día se encontró con un paseante que llevaba un sombrero azul. – Hay que ver qué mal gusto tienen algunos, – pensó, y prosiguió su camino, sin apenas mirarle. El hombre del sombrero azul miró de reojo al del sombrero rojo y pensó a su vez – Ya me gustaría a mí poder llevar un sombrero tan rojo y bonito como ese.
El hombre del sombrero rojo prosiguió caminando. A los pocos minutos, se encontró con una mujer que lucía una pamela verde. ¡Qué Pamela tan horrorosa! – pensó el hombre del sombrero rojo. La mujer de la pamela verde pensó: – ya me gustaría a mí poder lucir un sombrero aunque lo llevaría de otro color.
Continuó paseando el hombre del rojo sombrero y lo siguiente que encontró fue un cartero con su gorra gris de trabajo, un policía, con su gorra azul marino de autoridad, un marinero con su recién estrenada gorrita blanca, un caballero vestido de negro con su bombín a juego, el paseo continuó al menos dos horas más y a cada persona que se encontraba con un sombrero de color distinto al suyo se decía:- ¡Qué sombrero más feo! mientras que los demás siempre pensaban igual: – ya me gustaría a mi poder llevar un sombrero como ese.
Regresando ya a su casa el hombre del sombrero rojo vio a una niña que llevaba puesto un gorro rojo de lana y se dijo: – vaya, por fin alguien con buen gusto, me voy a parar a saludar, esta niña se merece mi saludo. La niña al ver al hombre del sombrero rojo pensó para sí:- vaya un hombre con un sombrero del mismo color que mi gorro de lana, pero… pobrecillo, ¡qué tonto! lleva sombrero en vez de gorro de lana, con el frío que hace, ¡se le quedarán las orejas heladas, hay que ser bobo! y sin mirarle siquiera prosiguió su camino.
El hombre del sombrero rojo, quedó triste y desconcertado. ¿Por qué no me ha saludado? se decía mientras proseguía camino a su casa.
Al llegar a casa la mujer del hombre del sombrero rojo le dijo:
- Te veo triste ¿qué te pasa? ¿No ha ido bien el paseo?
- Sí, – dijo el hombre, lo que sucede es que he querido saludar a una niña y ni ha querido mirarme, no sé porqué, ha pasado de largo como si no existiera.
- Y ¿llevaba un sombrero del mismo color que el tuyo? – dijo la mujer que sabía bien a qué tipo de gente saludaba su marido.
-Sí, sí, era rojo, bueno no era un sombrero, era un gorro de lana pero supongo que eso da lo mismo, ¡Era de color rojo!
-¡No da lo mismo! dijo la mujer toda digna, un sombrero no es lo mismo que un gorro, ¿porqué te has parado a saludar a esa niña? ¡Te has puesto en evidencia! ¡Un gorro de lana! ¡Qué vergüenza! ¡No estaba a tu altura!
El hombre entonces quedó más desconcertado aún.
-No lo comprendo -Se dijo- Llevaba el mismo color que el mío… si no está a mi altura… ¿Por qué soy yo el que se sintió inferior al no ser saludado?
Fin

domingo, 22 de julio de 2012


El otro día estaba hablando de la vida con un amigo y me dijo que me olvidara de las teleologías, que lo teleológico fue un invento de nuestra juventud sin ninguna vigencia en estos tiempos de crecimiento exponencial. A la gente ahora le gusta hablar así; como no hay dinero para salir a cenar, el que más y el que menos se entretiene tejiendo discursos que explican el mundo. Efectivamente, en nuestra juventud, que no teníamos dinero ni para un bocadillo, nos pasábamos el tiempo hablando de teleologías, y así nos ha ido.
El caso es que me disculpé como si tuviera necesidad de acudir al cuarto de baño y consulté a escondidas el diccionario. La teleología es la doctrina de las causas finales, y el crecimiento exponencial es el que está elevado a una potencia cuyo exponente es desconocido. Lo que mi amigo quería decir es que el mundo actual no es el resultado de un diseño: o sea, que nos hemos metido en un lío. Para ilustrarlo, mi amigo me explicó que las consecuencias de la revolución industrial eran perfectamente previsibles, puesto que el tipo de crecimiento que favorecía era lineal. En otras palabras, si uno sabía cuántos metros de tejido podía fabricar un telar, sabía también cuántos obreros le sobraban; bastaba con hacer la cuenta de la vieja. Pero con la revolución informática, combinada además con la mano de obra barata del sudeste asiático, no había manera de hacer ningún cálculo. "El crecimiento exponencial -añadió- es como si cogieras una cuartilla y la dobla ras sobre sí misma varias veces; en el supuesto de que no tuvieras dificultades mecánicas para seguir doblándola cuando ya se te hubiera quedado algo pequeña, en seguida alcanzaría la altura de la torre Eiffel: eso es el crecimiento exponencial, así que olvídate de las teleologías."
Desde entonces he intentado olvidarme de las teleologías, pero no soy capaz. Además, me habría gustado que me explicara, pero no supo hacerlo, qué pasaría si antes de alcanzar esa altura, no puedes seguir doblando la hoja. ¿Por dónde se rompe?
Juan José Millás

Carne de espejo


 Hoy mi espejo se puso furioso porque llegué tarde a la cita matutina.
Cuando salí de la ducha estaba empañado, su única manera de cerrar los párpados y hacerme un desdeño. A él sin duda le corre más sangre que a mí por las venas. Desde que Teresa me dejó, a mí la sangre, más que correr, me camina. Cuando lo compré, el anticuario me preguntó: ¿Espejo de mujer o de hombre? De hombre, casi siempre de hombre, le respondí tensando la mandíbula.
¿Y para cuántos?
Creo que se está encariñando, y como me sobrevivirá he estado averiguando seguros de vida y asilo para espejos. Espero que no me suceda otro, ya hemos sido suficientes. Quiero, al morir, mudarme a su vastedad y cerrar la puerta tras de mí. Él está de acuerdo.
Cada cierto tiempo se pone tétrico y huele a charco podrido. Entonces lo empaco en el auto y lo llevo a la playa para que frente al mar, las imágenes se diluyan y se le amanse un poco la memoria.
Hay días en que no sé qué hacer con él, es impredecible. Cuando espero ver mi réplica, resulta que a él no le basta, se cree un artista, un esteta, y me planta un bigote, un lunar, o se acelera y me devuelve ya canoso, o aún peor, le vienen sus ínfulas de prisma y me desmantela cromáticamente. Demoro horas en fijar mis colores y redefinir contornos para salir con decoro a la calle.
Los domingos tiene día libre y no funciona. No me atrevo a mirar dentro, por respeto a su privacidad, claro, pero más que nada por miedo. Para esos casos cuelgo un cucharón en cuyo reflejo me afeito.
Cuando vuelvo a casa, cavernoso de tiempo, escalfado de traje, es cuando más me reconforta sumergirme en él. El celofán de su piel es límpido, crujiente de ahora, una segunda oportunidad. El se suma a mí, me completa.
Quisiera saber qué hace cuando no lo veo, dónde desemboca. Sospecho que en mis sueños.
A veces pienso que más que reflejarme, se vacía en mí, se hunde en mi carne: para sentir, me suplanta. Entonces me da terror, ganas de acuchillarlo, de hacerlo sufrir de a poquito, pero no lo hago. La mitad de mí ya es suya, la mitad de él ya es mía. Quiero envejecer con él, conmigo, con todas las posibilidades que sugiere o me impone. Él evoluciona y me reinventa. Yo soy el que envejece, él quien trasciende y me arrastra.
Isabel Mellado

sábado, 23 de junio de 2012

En punto





Dice el diccionario que es puntual quien hace una cosa exactamente en el momento señalado. Eso quiere decir que, si quedas citado a las siete, eres puntual si te presentas a las siete. Hasta aquí todo claro. Lo que ya no queda tan claro es cómo definir a quien, habiendo quedado citado a las siete, a las seis ya está dando vueltas por calles cercanas a la del lugar del encuentro, y a las seis y media se para al lado del quiosco, que es el lugar acordado, más que nada porque es viernes y los viernes los quioscos florecen como jardines en tiempo de primavera: todos los periódicos de fin de semana aparecen de golpe, y a la hora de esperar hay pocas cosas más distraídas que observar lentamente portadas de revistas (y de libros, que llenan los escaparates laterales). A las siete menos cuarto, sin embargo, ya están vistas todas las portadas y, como todavía falta un cuarto de hora, no queda otro remedio que comprar finalmente una revista o un periódico y hojearlo perezosamente. Cuando llegas a la última línea de la última columna de la última página (que es la única que hay que leer: la de entretenimientos), son las siete y no hay ninguna razón para sentirse cansado de esperar, ya que en realidad la espera todavía no ha empezado. El tal individuo, que es puntual (está en el sitio exactamente en el momento señalado) y al mismo tiempo impuntual (había llegado antes de tiempo: no exactamente en el momento señalado, pues), soy, en este caso, yo, que continúo sin saber cómo definir esta impuntual puntualidad exacerbada que arrastro desde pequeño, para desgracia mía y sorpresa de las personas con quienes me cito, que acostumbran a ser obsesivamente impuntuales. Ser impuntual puede querer decir quedar a las siete y presentarse a las siete y un minuto, o a las siete y cinco minutos, o a las siete y cuarto, o a las siete y media, o a las nueve, o a las diez. (Que muchos impuntuales lo son porque disfrutan haciéndose esperar es tan obvio que no hay que darle más vueltas). Si, finalmente, la persona con quien te citas acaba por no presentarse, entonces deja automáticamente de ser impuntual para convertirse en un, o una, caradura. Si, afortunadamente, conocéis las costumbres de aquel a quien esperáis, podéis clasificarlo en la categoría adecuada, e incluso excusarle un retraso (o sorprenderos de una puntualidad fuera de lo común, o preocuparos por un accidente que no ha existido). Si no conocéis sus hábitos en las citas, el riesgo y la aventura se abren ante vuestro futuro inmediato y, muy probablemente, os convertiréis durante un largo rato en un maniquí impertérrito que se apoya en muros y farolas, maquinando deliciosas venganzas y clasificando, a modo de distracción, todos los tipos de puntual e impuntual con los que los hados nos enfrentan a lo largo de la vida.ëste era mi caso: desconocía completamente los hábitos formales de la chica a la que esperaba (siempre me la había encontrado a la salida de la central nuclear, que es donde trabajo yo; y ella también: de eso la conozco). Bien: a las siete y cuarto había mirado todas las portadas y leído no uno, sino dos periódicos (para ser exactos, undiario y una revista). A y media empecé a preocuparme por si habíamos quedado en otro sitio; por si habíamos quedado a otra hora; por si ella había entendido otro sitio u otra hora; por si era yo quien lo había entendido mal; por si le había pasado algo; por si sehabia echado atrás y decidido no venir (¡y yo que había pasado la aspiradora por la moqueta y colocado champán en la nevera, con la esperanza de una noche loca!); por si el tráfico era caótico en alguna zona de la ciudad (recordé, sin embargo, que no tenía coche y, por tanto, el caos automovilístico no la afectaba); por si era el metro lo que no funcionaba (un choque: los vagones descarrilados: los cadáveres por el andén: ¿el de ella también?); por si alguna otra causa se lo había impedido: la madre atropellada por un taxi: el padre caído por el agujero de un ascensor; el hermano pequeño (¿tenía algún hermano, pequeño o mayor?) detenido por traficante de balas de colores. A las nueve empecé a considerar la posibilidad de tomar una decisión. A las nueve y cuarto cerraron el quiosco (y el quiosquero, mientras bajaba la persiana de hierro, me miró como quien mira a un fantasma, o a un ladrón). Pensé que sería bueno tomar un café en el bar que había justo enfrente del quiosco, por si ella aparecía batiendo el récord de impuntualidad del país, que es bastante considerable. Pedí un café con leche.A las diez (ya habréis imaginado que las cosas no pasaban, ni pasan, exactamente cada cuarto de hora: precisar, además, los minutos sería cargante) pagué el café con leche, y mientras me volvía hacia la puerta vi, sentada en una mesa, mirándome sonriente, a Helena. (No nos emocionemos antes de tiempo: Helena no era la chica a la que yo había estado esperando toda la tarde. la chica a la que yo había estado esperando toda la tarde se llamaba Hortènsia. De paso me presentaré: me llamo Hilari.) Helena había sido novia mía en la universidad, hasta hacía un año: cuando acabé la carrera acabé con Helena. Ahora nos besábamos en las mejillas.-Cómo has cambiado...-No mucho, creo. A ti te encuentro igual.-Hacía un año que no nos veíamos. Y parece que haga más. Te encuentro más gordo. ¿A qué te dedicas? ¿Qué haces? Cuéntame cosas.-Es que...-Siéntate. Me da no sé qué verte de pie. ¿Has crecido? Te veo más alto.-¡No seas bestia! ¿Cómo quieres que crezca a estas alturas de la vida?-¿Qué tomas?-Eee... Un coñac.Cogí una silla y me senté. De golpe, no tenía ningunas ganas de que Hortènsia apareciese y me viese con Helena. Dudaba si era mejor irme enseguida y correr el riesgo de que Hortènsia llegase al quiosco justo entonces (cosa muy improbable: estaba claro que pertenecía a la raza de los caraduras), o quedarnos allí y correr otro riesgo: que Hortènsia llegase un poco más tarde, entrase en el bar y nos descubriese.- Te he visto cuando entrabas, hace media hora.No se me ocurrió preguntarle por qué no me había dicho nada.Pensé que, si yo no la había visto entrar (cosa muy extraña, ya que había estado junto al quiosco toda la tarde), ¿cuánto tiempo hacía que estaba en el bar? ¿Me había estado observando, pasmarote abandonado junto al quiosco, obviamente esperando a alguien que no llegaba, ni ha llegado? (¿Y ella, esperaba a alquien? ¿Me lo preguntaría a mí? Si lo hacía, ¿qué debía contestarle yo?)-¿Hace mucho que estás aqu´´i?Estratega de andar por casa, había preguntado yo primero.-UN rato. Hace tanto frío que he entrado a tomar algo caliente.
¿Qué era para ella un rato? ¿Qué patrón debía utilizar para juzgar si un rato era corto o largo? Y aquello del frío que hacía... ¿Se burlaba? Quedamos callados unos momentos, o un momento, o quizá unos fragmentos de momento que parecieron segundos larguísimos. Tenía que decir algo: los hechos imprevisto (y aquel encuentro era uno de ellos) me desconciertan. A ella debía pasarle una cosa parecida, porque yo no había contestado su última pregunta y no parecía haberse dado cuenta. Fuimos tirando pelotas fuera. De golpe, Helena empezó a hablar seriamente:
-Cuando dejamos de vernos me sentí fatal. Muy mal. DE verdad. No hace falta volver a hablar de eso: los dos sabemos lo que pasó. Yo... No lo sé. Decidimos no echarnos las culpas el uno al otro. De acuerdo. Sólo quiero explicarte que, al mismo tiempo que me sentía tan hundida, me sentía muy bien, muy bien de una manera extraña: era como si volviese a ser yo (y no me gusta esta frase: me parece barata). Pocos días después de que rompiésemos fui al cine, sola, ponían no sé qué. Fui al cine y, cuando salía, en el vestíbulo me fijé en el suelo, enmoquetado en tonos rojizos, con cuadros grandes. Y era como si siempre lo hubiese visto, pero ahora, por primera vez, lo contemplase. Como si nunca antes lo hibiese contemplado. Y, a pesar de estar deshecha, me sentía segura, observando aquella moqueta y aquellos sofás grises y aquellas puertas lacadas de negro, y tenía ganas de hablar con alguien, de ligarme a algún maromo que fuese muy romántico, muy blando, muy tierno. No sé si me explico bien: el udno, bueno o malo, estaba allí para mí, y estaba muy jodida, mucho; pero era yo la que estaba jodida. Y luego, cuando salí a la calle y vi los coches, y la gente, me gustaba pensar que no tenía que estar a tal hora en tal sitio para encontrarme con tal persona y que podía, no lo sé, tomarme una horchata, o ir a aver otra película, o volver a ver la misma, o sentarme en un banco a esperar que pasase el camión de la basura. O encontrarme con quien quisiese, o estar sola.
Yo no abía la boca. Ella dejó de hablar un momento, quizá sólo para tomar aliento, porque inmediatamente continuó:
_Durante este año he salido con uno de la facultad (yo todavía no he acabado): Hipòlit. No sé si te acuerdas de él: uno alto y pelirrojo, con la nariz enorme, que jugaba a baloncesto. Nos hemos estado viendo hasta hace una semana, cuando quedamos y no compareció.
-¿Quedasteis citados y no vino?
-Exacto. Luego llamó, al día siguiente, excusándose. Y le creí, porque la excusa (lo comprobé enseguida) era cierta. A veces pasan cosas como ésta y no tiene importancia. Pero aquel día vi muy claro que Hipòlit y yo habíamos acabado hacía tiempo; no por la tontería de no comparecer a la cita. Aquello había sido el detonante: de repente lo vi claro. Aquella sensación que te decía, de volver a reconocerme en el mundo, te la he descrito tan apasaionadamente porque ahora la estoy volviendo a vivir, y la moqueta rojiza es la que he visto esta tarde en el cine.
Mientras Helena hablaba, había ido disculpándole todas y cada una de las putadas que me había hecho tiempo atrás: digamos que volvía a estar razonablemente enamorado de ella. Empecé a dudar si de verdad la había odiado tanto durante quel año. Hizo el ademán de irse. Le insinué que nos viéramos. Agachó la cabeza, me miró y dudó. Insistí: ¿el lunes?
-El lunes a mí no me va bien.
-A mí tampoco, ahora que lo pienso.
-El martes a mí no.
-A mí sí, pero si a ti no...
-El miércoles tampoco.
-¿Y el jueves? No. El jueves a mí no. ¿Y el viernes? El viernes me va bien.
-El viernes no puedo. ¿Sabes lo que pasa?: cada vez que rompo con un novio, me lleno las horas haciendo cursillos. Cuando rompí contigo, me puse a estudiar italiano. Ahora he empezado alemán.
-Pues, en fin, mira, no sé...
-¿Y mañana? Mañana me va bien. Si no, tendremos que esperar hasta no sé cuándo.
Quedamos de acuerdo. Nos veríamos al día siguiente: en aquel mismo bar a las siete de la tarde. EN casa, encontré una llamada en el contestador autmático: Hortènsia no había podido venir poruqe, media hora antes de la cita, se había puesto enferma. Lo sentía mucho. Había llamado cuando yo ya no estaba en casa: a las seis.
Al día siguiente, sábado, dormía hasta la tarde. No recordaba si Helena era muy impuntual o sólo un poco. POr si acaso, decidí representar el papel del pequeño impuntual, que hace parecer menos anhelante; llegaría al bar a las siete y tres minutos. Sin embargo, puntual impuntualmente exarcebado como soy, a las seis ya estaba tres calles más allá, mirando escaparates. Compré castañas y me las fui comiendo lentamente,buscando papeleras para tirar las cáscaras. EScandalosamente puntual con mis decisiones, a las siete y tres minutos llegué ante el bar, eché un vistazo rápido al quiosco y al quiosquero (que me miró al bies, como si me tuviese visto) y entré en el bar. Me senté en una mesa y pedí anís. Los cuartos de hora fueron fluyendo, uno tras otro: Helena no comparecía. A las nueve me fui: compré un periódico en el quiosco. A mi lado, comprando otro, estaba Hortènsia, sorprendida de verme allí y lamentando no haber podido comparecer el día anterior; señalaba al culpable: un dolor de estómago terrible provocado por una comida mal digerida. Ahora, sin embargo (yu lo lamentaba mucho=, tenía prisa: quedamos citados para el día siguiente. Al día siguiente esperé sólo hasta las ocho y media: Hortènsia no se presentó. En la esquina me encontré a Helena, que iba con el tiempo justo: deprisa y corriendo se disculpó por no haber comparecido el día anterior. Quedamos para el día siguiente (ya se las arreglaría, me prometió, para cancelar las ocupaciones que tenía a aquella hora). Al día siguiente no se presentó. En la otra acera, sin embargo, topé con Hortènsia, que intentaba tomar el mismo taxi que yo (y que tomamos juntos): se excusó muchísimo y me pidió que nos encontrásemos al día siguiente. Al día siguiente esperé inútilmente y, harto, volví a casa caminando, dando una vuelta por las ga lerías de arte. Ante un magritte me encontré con Helena, que se excusó.
Las imaginé conchabadas: eran amigas y se pitorreaban de mí; se reían cada tarde, contándose dónde y cómo me habían encontrado , qué cara había puesto yo. Seguí el juego durante un mes. Hasta que me cansé.Quedé con una de ellas y no comparecí. En vez de ir al bar donde habíamos quedado, me escondí en el de enfrente, y observé a distancia si aquella con la que no había quedado observaba desde algún sitio para seguirme en cuanto yo saliese del bar y, entonces, encontrarse casualmente conmigo. Estaba en la barra cuando se me acercó un chico no del todo desconocido: alto y pelirrojo, y con pinta de jugador de baloncesto.
-Tú debes ser Hilari -dijo.
Hice que sí con la cabeza.Le hice saber mi suposición de que él era Hipòlit, el ex novio de Helena. Empezamos a hablar.Él no había acudido a la cita con Helena, un mes y algunos días atrás, por el mismo motivo por el que yo no lo había hecho aquella tarde. Evidentemente, conocía a Hortènsia y había pasado por los mismo escalones que yo. Recordamos los tiempos de la facultad (alejados en un año para mí, pero todavía actuales para él). Decidimos cenar juntos y, mientras cenábamos, tratamos de averiguar por qué actuaban así. ¿Y si no lo hacían motu proprio? Quizá no éramos los únicos burlados de aquella manera, y la ciudad estaba lena de payasos como nosotros. Quizá era una conjura mundial: las mujeres de todos los países se habían unido en una jugada magistral para volver locos a los hombres, antes de asestarles el golpe final e instaurar un nuevo matriarcado. Pedimos la tercera botella de champán. Era necesario, urgentemente, avisar al mundo de nuestro hallazgo, organizar a los hombres ante el peligro. Hipòlit sugirió un contraataque: uno de los dos tendría que conocer a una ex novia del otro, citarla y no presentarse él, sino el otro: la rueda empezaría a girar: todos los hombres en el mundo, se citarían con todas las mujeres, y ni unos ni otros acudirían a las citas.
A altas horas de la madrugada nos dijimos adiós. Quedamos para el día siquiente, para concretar la estrategia: a tal hora y en tal sitio. Evidentemente, al día siguiente, sobrio, no me presenté.

FIN

Quim Monzó

jueves, 31 de mayo de 2012

Felicidad clandestina





Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.



Clarice Lispector (Brasil, 1920-1977)

jueves, 24 de mayo de 2012

La estrella sobre el bosque



Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.
Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.
Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.
La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.
Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia..., horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él...
Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.
Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.
Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.
Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.
Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.
Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.
Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.
Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.
La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.
De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.
Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo... Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo las ruedas... Muerto... En pleno campo...
La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida...
El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos...


Zweig , Stefan
Austria: 1881-19
42

domingo, 20 de mayo de 2012

El Flonstluo




    Una cremosa mañana de printampera cuando la brisa boplaba y el mar estaba dirazo de volas, la madre calió al hardin, ajustando a los prájaros que micoteavan las gasmi de nap en el buelo, y exclamó:

    -¡Ten cuidado, hijo mío, del flonstluo! Su espico desgarra, y sus nuñas se clavan en todo. ¡Ten cuidado de ese prájaro, y evita su frumiosa merretida y su cambre insastiaple!

    El muchacho emñupó su razafilado sable y anastuvo sin parar chumo siempo en busca del enemigo inbenziple de los hombres. Hinastalmente se puso a retoscar junto al roble Tumtum, mientras se hundía en sus mensahomientos.

    Al baco de un taro, cuando reflexionaba, el flonstluo, cuyos ojos despedían llamas, llegó polanto a través de la densa celsbla, como un aterrospantoso vienuracán, rufierto de escamas duras como el hierro, rola de lagarto y zalas de murciélago.

    ¡Uno, dos! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos! Así el sable razafilado, una y otra vez, tasajó las escamas duras como el hierro, entrando como un relrayo en la carne apestosoliente. El muchacho preroico estaba agotado, cuando, hinastlmente, la cabeza de su enemigo se rescayó a sus pies. La cogió, la metió en uns sacolsa y corrió cuanto pudo hasta la masaca de su madre querida.

    Ésta al verle exclamó:
    -¡Hijo, hijo mío! ¿No te ha ocusado nada? ¿Estás bien? ¿Y has matado al asusterrible flonstluo?
    El muchacho le enseñó la cabeza de su enemigo.
    -¡Deja que te besabrace, osaliente y preroico hijo!- gritó con sobrorchullo su madre.

    ¡Qué día de alobogría fue aquél! ¡Briva! ¡Braviva! ¡Brova! Todo el mundo aplaudió contenzo, y el muchacho narrescló su hazaña.

    Fue en una cremosa mañana de printampera, cuando la prisa boplaba, el mar estaba dirazo de volas y los prájaros micoteavan las gasmi de nap en el buelo.

 Lewis Carrol



JABBERWOCKY

’Twas brillig, and the slithy toves/Did gyre and gimble in the wabe:/All mimsy were the borogoves,/And the mome raths outgrabe.//“Beware the Jabberwock, my son!/The jaws that/bite, the claws that catch!/Beware the Jubjub bird, and shun/The frumious/Bandersnatch!”//He took his vorpal sword in hand:/Long time the manxome foe he sought—/So rested he by the Tumtum tree,/And stood awhile in thought.//And, as in uffish thought he stood,/The Jabberwock, with eyes of flame,/Came whiffling through the tulgey wood,/And burbled as it came!//One, two! One, two! And through and through/The vorpal blade went snicker-snack!/He left it dead, and with its head/He went galumphing back.//“And, hast thou slain the Jabberwock?/Come to my arms, my beamish boy!/O frabjous day! Callooh! Callay!”/He chortled in his joy.//’Twas brillig, and the slithy toves/Did gyre and gimble in the wabe:/All mimsy were the borogoves,/And the mome raths outgrabe. 


 (Inglaterra, 1832-1898)

lunes, 7 de mayo de 2012

Personalidad múltiple

 Supe que estaba perdida desde que abandoné la modestia. A cada uno le llega su hora y yo, que había despotricado siempre de los autocomplacientes y de los adoradores de su propio ombligo, me hallaba ahora, castigo de Dios, no solo en su misma situación sino en situaciones múltiples.
Sucedió una mañana, muy temprano, a la hora exacta de las teletiendas. Sin ganas de escribir, incurrí en el vicio nefando de teclear mi nombre en un buscador de Internet. Con comillas, sin comillas, completo o abreviado, el caso es que allí salían páginas y más páginas. No estaba mal como recordatorio (cuándo di yo esa charla) o como álbum de fotos para observar cómo me han tratado los años. Ojalá lo hubiera dejado ahí, pero el orgullo mata. Entre las entradas en las que figuraba mi nombre, he aquí que aparece una mujer homónima que se dedica a la cirugía, y otra que presenta telediarios, una firmante de manifiestos antitodo y otra bibliotecaria y así miles y miles de vidas posibles. Desde entonces no puedo dormir. Me levanto a cada instante para ver si les ha pasado algo a las otras o si siguen vivas.
Me preocupan dos en especial, una declarada en franca rebeldía por un juzgado de Móstoles (qué habrá hecho) y otra suscrita a un foro de sadomaso.
Así se me pasan las mañanas. Rebuscando libros de leyes por si consigo salvarme y huyendo de anuncios de látigos y tachuelas. Tengo la sensación de que hay cosas que me estoy perdiendo y de que en algún momento puedo acabar presentando las noticias vestida de cuero negro.
Estoy por ponerme en contacto con las otras, pero lo mismo me respondo yo y me da algo.


Pilar Galán

domingo, 22 de abril de 2012



 Nubes
— Te pasas todo el día aquí a la sombra — dijo la chica —, ¿es que no te gusta bañarte?
El hombre hizo un vago gesto con la cabeza que tanto podía querer decir que sí como que no, pero no dijo nada.
— ¿Puedo tutearte? — preguntó la chica.
— Si no me equivoco, ya me estás tuteando — dijo el hombre sonriendo.
— En mi clase tuteamos incluso a las personas mayores — dijo la chica, algunos profesores nos lo permiten, pero mis padres me lo tienen prohibido, dicen que es de mala educación, ¿usted qué cree?
— Creo que tienen razón — contestó el hombre —, pero puedes tutearme, no se lo diré a nadie.
— ¿No te gusta bañarte? — preguntó ella —, yo lo encuentro singular.
— ¿Singular? — repitió el hombre.
— Mi profesora nos ha explicado que no puede usarse chulísimo para todo, que en algunos casos puede decirse singular, en realidad quería decir chulísimo, a mí, bañarme en esta playa me parece singular.
— Ah — dijo el hombre —, estoy de acuerdo, yo también creo que es chulísimo, yo diría que hasta singular.
— Tomar el sol también es chulísimo — continuó la chica —, los primeros días tuve que ponerme protección cuarenta, después pasé a la de veinte, y ahora puedo usar el bronceador efecto dorado, ese que hace que la piel reluzca como si tuviera pajitas doradas, ¿lo ve?, pero ¿por qué está usted tan blanco?, lleva aquí una semana y siempre está debajo de la sombrilla, ¿es que tampoco le gusta el sol?
— Me parece chulísimo — dijo el hombre —, te lo aseguro, yo creo que tomar el sol es chulísimo.
— ¿Es que tiene miedo a quemarse? — preguntó la chica.
— ¿Tú qué crees? — contestó el hombre.
— Yo creo que usted tiene miedo a quemarse, pero si uno no empieza poco a poco, no se pone moreno nunca.
— Es cierto — confirmó el hombre —, me parece lógico, pero ¿tú crees que es obligatorio ponerse moreno? La chica reflexionó.
— Obligatorio, lo que se dice obligatorio, no es, nada es obligatorio, aparte de las cosas obligatorias, pero si uno viene a la playa, no se baña y no se pone moreno, ¿para qué viene a la playa?
— ¿Sabes una cosa? — dijo el hombre —, eres una chica lógica, tienes el don de la lógica, y eso es chulísimo, yo creo que hoy en día el mundo ha perdido la lógica, es un auténtico placer conocer a una chica con lógica,
-¿me concedes el honor de una presentación formal?, ¿cómo te llamas?
— Me llamo Isabella, pero mis amigos íntimos me llaman Isabel, pero con el acento en la e, no como los italianos, que dicen Ísabel con el acento en la i.
— ¿Por qué, es que no eres italiana? — preguntó el hombre.
— Claro que soy italiana — objetó ella —, italianísima, pero el nombre que usan mis amigos es importante, porque en televisión dicen siempre Mánuel o Sebástian, yo soy italianísima como usted y quizá más que usted, pero me gustan los idiomas y me sé incluso de memoria el himno nacional entero, este año el presidente de la república vino de visita a nuestro colegio y nos habló de la importancia del himno de Mameli, que es nuestra identidad italiana, con la cantidad de tiempo que ha hecho falta para construir la unidad de nuestro país, a mí por ejemplo ese señor de la política que quiere abolir el himno de Mameli no me gusta.
El hombre no dijo nada, tenía los párpados entreabiertos, la luz era intensa y el azul del mar se confundía con el del cielo, como si hubiera engullido la línea del horizonte.
— Quizá no sepa a quién me refiero — dijo la chica rompiendo el silencio.
El hombre no habló, la chica pareció vacilar, hacía garabatos con un dedo en la arena.
— A ver si va a ser usted de su partido — prosiguió después como para infundirse valor —, en casa me han enseñado que hay que respetar siempre las opiniones ajenas, pero a mí la opinión de ese señor no me gusta, no sé si me explico.
— Perfectamente — dijo el hombre —, hay que respetar las opiniones ajenas pero no faltar al respeto a las propias, sobre todo no faltar al respeto a las propias, ¿y por qué no te gusta ese señor?
— Bueno, verá... — Isabella parecía vacilar —. Aparte del hecho de que cuando habla en televisión le viene una espumilla blanca en las comisuras de la boca, pero eso podría dar igual, es que dice un montón de palabrotas, se las he oído con mis propios oídos, y si las dice él me pregunto por qué cuando las digo yo me regañan, pero por suerte el presidente de la república es más importante que él, si no, no sería presidente de la república, y él nos explicó que el himno de Mameli hay que respetarlo y cantarlo como lo canta la selección en los campeonatos del mundo, con la mano en el corazón, en el colegio lo cantamos junto al presidente, nosotros lo leíamos en las fotocopias que nos había repartido la profesora pero él no lo leía, se lo sabía de memoria, a mí me parece chulísimo, ¿no cree usted?
— Prácticamente singular — confirmó el hombre. Rebuscó en la bolsa que tenía al lado de la tumbona, cogió un frasco de cristal y se metió en la boca una pastilla blanca.
— ¿Hablo demasiado? — preguntó ella —, en casa me dicen que hablo demasiado y acabo por molestar a las personas, ¿le estoy molestando?
— En absoluto — contestó el hombre —, lo que dices me parece incluso
singular, sigue, por favor.
— Y después el presidente nos dio una clase de historia, porque, como usted sabrá, la historia moderna no se estudia en clase, al acabar el colegio los mejores profesores consiguen llegar hasta la Primera Guerra Mundial, pero lo normal es quedarse en Garibaldi y en la unidad de Italia, nosotros, en cambio, hemos aprendido un montón de cosas modernas, porque la profesora ha sido muy buena, pero el mérito es del presidente, porque es él quien dio el input.
— ¿Qué dices que os dio? — preguntó el hombre.
— Se dice así — le explicó Isabella —, es una palabra nueva, quiere decir uno que empieza y arrastra a los demás, si quiere le repito lo que he aprendido, es de verdad un montón de cosas que poca gente sabe, ¿te las digo?
El hombre no contestó, tenía los ojos cerrados y estaba completamente inmóvil.
— ¿Se ha quedado dormido? — Isabella adoptó un tono tímido, como lamentándolo —. Discúlpeme, quizá haya hecho que le entre sueño a fuerza de charloteo, ésa es otra razón por la que mis padres no quieren comprarme un móvil, dicen que les llegarían unas facturas astronómicas con todo lo que hablo, sabe, en nuestra casa no podemos permitirnos gastos superfluos, mi padre es arquitecto pero trabaja para el ayuntamiento, y cuando uno trabaja para el ayuntamiento...
— Tu padre es un hombre con suerte — dijo el sin abrir los ojos. Ahora hablaba en voz baja, como si susurrara.
— Sea como sea — prosiguió —, la profesión de construir casas es preciosa, mucho mejor que la profesión de destruirlas. Isabella dio un gritito de sorpresa.
— Dios mío — exclamó —, ¿es que existe también la profesión de destruir casas?, no lo sabía, eso no nos lo han enseñado en el colegio.
— Bueno — dijo el hombre —, no es que sea exactamente una profesión, también puede aprenderse de manera teórica, como en la academia militar, pero al final llega un momento en el que determinados conocimientos hay que llevarlos a la práctica, y a fin de cuentas el objetivo es ése, destruir casas.
— ¿Y usted cómo lo sabe? — preguntó Isabella.
— Lo sé porque soy un militar — contestó el hombre —, o mejor dicho, lo era, ahora estoy jubilado, por decirlo así.
— Pero, entonces, ¡usted destruía casas!
— ¿No me estabas tuteando? — replicó el hombre. Isabella no contestó de inmediato.
— Es que soy algo tímida de carácter aunque no lo parezca porque hablo demasiado, le estaba preguntando si antes tú también destruías casas.
— Personalmente  no — dijo el hombre —, y tampoco mis soldados, para ser sincero, la mía era una misión bélica de paz, es un poco complicado de explicar, sobre todo en un día como éste, pero me gustaría decirte una cosa, Isabel, que quizá no te hayan dicho en el colegio, en el fondo en el fondo la historia se resume en lo siguiente: hay hombres, como tu padre, que como profesión construyen casas y hombres de mi oficio que esas casas las destruyen, y así funciona la cosa desde hace siglos y siglos, hay quienes construyen casas y hay quienes las destruyen, construir, destruir, construir, destruir, es un poco aburrido, ¿no te parece?
— Aburridísimo — contestó Isabella —, realmente aburrido, si no fuera por los ideales, menos mal que hay ideales.
— Desde luego — confirmó el hombre —, menos mal que en la historia hay ideales, ¿eso te lo ha dicho el presidente o la profesora? Isabella pareció reflexionar.
— Ahora mismo no sé bien quién me lo explicó.
— Quizá fuera el presidente quien diera el input — dijo el hombre —, ¿y qué sabes decirme de los ideales?
— Que son todos respetables si uno tiene fe en ellos — contestó Isabella-, por ejemplo en el de la patria, después puede ser que uno se equivoque porque es joven, pero si va de buena fe su ideal es válido.
— Ah — dijo el hombre —, eso es algo sobre lo que debo reflexionar, pero no creo que sea el día más adecuado, hoy hace mucho calor y el mar parece tan apetecible.
— Pues date un baño — lo provocó ella.
— No es que tenga muchas ganas — contestó el hombre.
— Eso es porque no estás motivado — dijo Isabella —, yo creo que lo tuyo es estrés, no puedes ni imaginarte el efecto negativo del estrés en nuestro espíritu, lo he leído en un libro que mi madre tiene en la mesilla, ¿quieres que vaya a buscarte algo al bar del hotel, algo para combatir el estrés?, siempre que no sea una Coca-Cola, a eso me niego.
— Eso tienes que explicármelo, no te queda más remedio — dijo el hombre.
— Pues porque la Coca-Cola y el McDonald’s son la perdición de la humanidad — dijo Isabella —, lo sabe todo el mundo, en mi colegio lo saben hasta los bedeles.
El hombre rebuscó en la bolsa y cogió otra pastilla.
— ¡Cuántas cosas te tomas! — exclamó Isabella.
— Tengo una tabla horaria — dijo el hombre —, me lo impone la receta médica.
— Yo creo que todas esas pastillas te hacen daño — afirmó ella con convicción —, los italianos consumen un montón de pastillas, lo han dicho incluso por televisión, cuando en cambio lo importante es sintonizar nuestro espíritu con las fuerzas positivas que hay en el universo, por eso algunos alimentos y algunas bebidas hay que evitarlas, porque transmiten energía negativa, no son naturales, no sé si me explico.
— Isabel, ¿puedo decirte una cosa en confianza?
El hombre se pasó un pañuelo por la frente. Estaba sudando.
— La Coca-Cola y el McDonald’s no han llevado nunca a nadie a Auschwitz, a esos campos de exterminio de los que te habrán hablado en el colegio, los ideales, en cambio, sí; ¿se te había ocurrido alguna vez, Isabel?
— Pero ésos eran nazis — objetó Isabella —, gente horrible.
— Perfectamente de acuerdo — dijo el hombre —, los nazis eran gente realmente horrible, pero también ellos tenían sus ideales e hicieron la guerra para imponerlos, desde nuestro punto de vista era un ideal perverso, pero desde el suyo no, y tenían una gran fe en esos ideales, hay que estar atentos con eso de los ideales, ¿qué te parece, Isabel?
— Tengo que pensarlo — contestó la chica —, quizá lo piense mientras como, son las doce y media, dentro de poco sirven la comida, ¿tú no vienes?
— Probablemente no — dijo el hombre —, hoy no tengo excesivo apetito.
— Perdona si me repito, pero yo creo que tomas demasiadas medicinas, haces lo mismo que todos los italianos que toman demasiadas medicinas.
— Pero, bueno, ¿tú eres italiana o no lo eres? — insistió el hombre.
— Ya me lo has preguntado y ya te he contestado — replicó molesta Isabella —, soy italianísima, tal vez incluso más que tú, en cualquier caso, si no vienes a comer tú te lo pierdes, hoy hay buffet en el hotel y, después de las muchas cosas croatas que nos han dado, nos ofrecen por fin fettuccine all’arrabbiata, a decir verdad en la hojita del menú lo que está escrito es fetucine all'arrabbiatta, pero deben de ser las nuestras, algunas veces en el extranjero hay que disculpar los errores de ortografía, pero perdona, por qué te tomas tantas pastillas, ¿no serás un niño mimado de esos que van a la discoteca? El hombre no contestó.
— Venga, dímelo — insistió Isabella —, no se lo diré a nadie.
— Seré sincero — dijo el hombre —, no soy un niño mimado de discoteca, me las ha mandado el médico, son pastillas legales, me quitan un poco el apetito, eso es todo.
— También te hacen vomitar — dijo Isabella —, me he dado cuenta, ayer viniste a comer y en determinado momento te levantaste y te fuiste corriendo al baño y cuando volviste estabas tan blanco como un cadáver, yo creo que te fuiste a vomitar.
— Has acertado de pleno — dijo el hombre —, eso fue lo que hice, ir a
vomitar, es el efecto de las pastillas.
— ¿Y entonces por qué te las tomas?, no te las tomes — concluyó ella.
— Razonamiento lógico, es que por una parte me sientan bien pero por otra me sientan mal, tal vez las pastillas sean en cierto modo como los ideales, depende de quién se vea obligado a tomarlas, yo no se las impongo a los demás, no le hago daño a nadie.
La muchachita seguía haciendo garabatos en la arena.
— No lo entiendo — dijo —, a veces es difícil entenderos a vosotros los
adultos.
— Es que los adultos somos estúpidos — dijo el hombre —, a menudo somos estúpidos, en todo caso a veces ocurre que uno debe realmente tomarse pastillas, independientemente del hecho de que uno sea italiano o no, pero tú, Isabel, que dices ser italianísima, ¿me dices dónde naciste?, oye, no es que sea algo fundamental, yo por ejemplo nací en un pueblo que ya no existe en los mapas porque ahora lo llaman de otra forma, pero soy italiano, hasta el punto de que soy, o mejor dicho era, un capitán del ejército italiano, y para ser un capitán del ejército italiano no puedes ser extranjero, ¿no te parece lógico Isabella asintió.
— ¿Y dónde naciste? — preguntó.
— En un condado que han inventado ahora, ¿sabes quién es Walt Disney?
A Isabella le brillaron los ojos.
— Cuando era niña vi todas sus películas.
— Pues eso, es un lugar así — prosiguió el hombre —, un lugar de fábula, todo de cristal, un cristal que no es más que vulgar vidrio, desde un punto de vista real está en el norte de Italia, del mismo modo que la Toscana está en el centro de Italia y Sicilia en el sur de Italia,pero la geografía se ha vuelto ya una cosa secundaria y también la historia, de la cultura es mejor ni hablar, lo que hoy cuenta es la fabulación, pero dado que los adultos además de estúpidos son también complicados, no quiero seguir haciéndome el complicado, vayamos al grano, la pregunta te la he hecho yo antes, ¿tú dónde naciste?
— Nací en una pequeña aldea del Perú — dijo Isabella —, pero me hice italiana prontísimo, en cuanto mis padres me adoptaron, por eso me siento tan italiana como tú.
— Isabel — dijo el hombre —, sinceridad por sinceridad, ya me había dado cuenta de que no eres aria como yo, por lo demás, yo soy tan blanco que parezco un muerto, tú misma lo has dicho, tú en cambio eres algo más oscurilla, es decir, no eres de pura raza aria.
— ¿Y eso qué es? — preguntó la muchachita.
— Es una raza inexistente — contestó el hombre —, se la inventaron unos falsos científicos, pero verás, si la guerra mundial la hubieran ganado quienes tenían ideales de esa clase, tú ahora no estarías aquí, es más, quizá no estarías en absoluto.
— ¿Por qué? — preguntó Isabella.
— Porque los que no fueran de raza aria no tendrían derecho a existir, querida Isabel, y a las personas con la piel algo más oscurilla como la tuya, que tiene un color realmente precioso, sobre todo ahora que tienes el bronceador dorado, las habrían...
— ¿Qué les habrían hecho? — preguntó ella.
— Dejémoslo correr — dijo el hombre —, es un asunto algo complicado y en un día como éste no merece la pena complicarnos la vida, ¿por qué no te das un buen chapuzón antes de ir a comer?
— También puedo bañarme más tarde — contestó Isabella —, ahora se me han pasado las ganas a mí también y además, perdona, en cuanto te vi la semana pasada, siempre aquí debajo de la sombrilla leyendo, se me ocurrió que tú serías capaz de explicarme ciertas cosas que no había entendido, pensaba que la tuya sería una conversación interesante de esas que resulta difícil mantener con los mayores, y en cambio es incluso peor que antes, hace media hora que estamos hablando y con toda sinceridad me pareces un pelín fuera de onda, que si pueblos inexistentes, que si unos destruyen las casas, tú que te dedicabas a la guerra pero te dedicabas a la paz, yo creo que tienes una gran confusión en la cabeza, y además no he entendido dónde ejercías eso que llamas tu profesión.
— Consistía en mirar a quienes se dedicaban a destruirse las casas unos
a los otros — contestó el hombre —, era ésa la misión bélica de paz, y eso sucedía precisamente aquí.
— ¿En esta playa? — preguntó  Isabella —, perdona, pero no me parece posible, no te ofendas. El hombre no contestó. Isabella se levantó, se había puesto las manos en las caderas y miraba el mar, estaba delgada y su silueta se recortaba contra la luz violenta del mediodía.
— Yo creo que dices cosas de ésas porque no comes — dijo con una voz ligeramente alterada — no comer hace que uno diga cosas extrañas, estás desvariando, perdona que te lo diga, aquí hay un hotel de primera categoría, es carísimo porque he visto los precios, no puedes ir diciendo cosas así porque se te ha aflojado alguna tuerca, tú no comes, no tomas el sol, no te bañas, yo creo que tienes algún problema, tal vez te haga falta meterte algo entre los dientes o beberte un buen batido de fruta, si quieres puedo ir a buscarte uno.
— Si fueras tan amable preferiría una Coca-Cola — dijo el hombre —, me quita la sed.
— Claro que quiero ser amable — afirmó Isabella —, eres tú el que no es amable, antes tienes que explicarme por qué has venido de vacaciones precisamente aquí si hubo una guerra y se destruían las casas y tú estabas aquí mirando, aunque vete a saber si es verdad todo eso.
— Así era, sólo que entonces nadie quería saberlo, ni tampoco ahora, verás, a la gente no le gusta saber que en los lugares de vacaciones hubo antes una guerra, porque si lo piensan se les amargan las vacaciones, ¿entiendes la lógica?
— ¿Y entonces por qué has venido tú?, la mía es una pregunta lógica, si me lo permites.
— Digamos que es el descanso del guerrero — dijo el hombre —, aunque el guerrero no hiciera la guerra en el fondo era un guerrero, y el guerrero debe hallar su descanso donde antes estuvo la guerra, es un clásico.
Isabella parecía reflexionar. Se había arrodillado en la arena, la mitad de su cuerpo estaba al sol y la otra mitad a la sombra, su delgado cuerpo infantil llevaba un bikini al que no le hubiera hecho falta la parte superior, sus hombros delgados empezaron a agitarse como si estuviera llorando, aunque no llorara, parecía como si hubiera cogido frío, tenía las manos hundidas en la arena y el rostro pegado a las rodillas.
— No te preocupes — murmuró —, cuando hago esto todo el mundo se preocupa, es sólo una pequeña crisis propia de la edad evolutiva, es que tengo los problemas de la edad evolutiva, lo ha dicho el psicólogo, no sé si lo entiendes.
— Tal vez si levantas la cara te entienda mejor — dijo el hombre —, no te oigo bien.
La chica levantó la cabeza, tenía el rostro colorado y los ojos húmedos.
— ¿A ti te gusta la guerra? — susurró.
— No — dijo él —, no me gusta, ¿y a ti?
— ¿Y entonces por qué la hacías? — preguntó Isabella.
— Ya te he dicho que no la hacía, asistía a ella, pero yo también te he hecho una pregunta, ¿a ti te gusta?
— La odio — exclamó Isabella —, yo la odio, pero tú hablas como todos los mayores y haces que me vengan las crisis de la edad evolutiva, porque el año pasado yo no tenía crisis de la edad evolutiva, pero después en el colegio nos explicaron las distintas clases de guerras, las
malas y las buenas, y nosotros tuvimos que hacer nada menos que tres redacciones sobre el tema y a continuación me entraron las crisis de la edad evolutiva.
— Tienes todo el tiempo que quieras para explicarte — dijo el hombre —, cuéntamelo con calma, total los fettuccine all'arrabbiata te los mantendrán calientes bajo las lámparas halógenas, ni siquiera te he preguntado a qué curso vas.
— He terminado la primaria — dijo Isabella —, pero después del primer ciclo iré al instituto, así estudiaré también griego.
— Magnífico — dijo el hombre —, pero ¿qué tiene que ver eso con tus crisis?
— Tal vez nada — dijo Isabella —, es que durante el curso estudiamos a César y también un poco de Heródoto, pero sobre todo si la guerra puede servir para la paz, ése ha sido el tema de historia, no sé si me explico.
— Intenta explicarte mejor.
— Pues que a veces es necesaria, por desgracia — dijo ella —, la guerra  sirve a veces para llevar la justicia a los países donde no existe, pero un día llegaron dos niños de ese país al que están llevando la justicia y los ingresaron en el hospital de nuestra ciudad, y la encargada de llevarles golosinas y fruta fue mi clase, es decir, yo, con Simone y Samantha, los mejores, no sé si me explico.
— Continúa — dijo el hombre.
— Mohamed tiene más o menos mi edad y su hermana es más pequeñita, aunque no me acuerdo de su nombre, pero cuando entramos en la habitacioncita del hospital es que Mohamed no tenía brazos y su hermanita...
Isabella se interrumpió.
— El rostro de su hermanita... — murmuró —, me da miedo que si te lo cuento me vuelva a entrar otra crisis de la edad evolutiva, quien estaba con ellos era su abuela porque su padre y su madre murieron bajo la bomba que les destruyó la casa, así que a mí se me cayó la bandeja con los kiwis y el tiramisú, me eché a llorar y después me entraron las crisis de la edad evolutiva. El hombre no dijo nada.
— ¿Por qué no dices nada?, te pareces al psicólogo que se queda escuchándome y no dice nunca nada, dime algo.
— Yo creo que no deberías preocuparte demasiado — dijo el hombre —, crisis de la edad evolutiva las tenemos todos, cada uno a su manera.
— ¿Tú también?
— Te lo puedo garantizar — dijo él —, a pesar de la opinión de los médicos, creo estar en plena crisis de la edad evolutiva.
Isabella lo miró. Por fin se había sentado con las piernas cruzadas, parecía más relajada y ya no tenía las manos hundidas en la arena.
— Estás de broma — dijo.
— En absoluto — contestó él.
— Pero ¿cuántos años tienes?
— Cuarenta y cinco — contestó el hombre.
— Igual que mi padre, es tarde para tener crisis de la edad evolutiva.
— Ni lo sueñes — objetó el hombre —, la edad evolutiva no acaba nunca, en la vida no hacemos otra cosa más que transmudar.
— Transmudar es un verbo que no existe — dijo Isabella —, se dice evolucionar.
— Muy bien, aunque en el idioma antiguo sí que exista, y de hecho, todos, al transmudar, tenemos nuestras crisis, también tu padre y tu madre tienen las suyas.
— ¿Y tú cómo lo sabes?
— Ayer oí a tu madre hablando por el móvil con tu padre — dijo el hombre —, era fácil darse cuenta de que están en plena crisis de la edad evolutiva.
— Eres un espión — exclamó Isabella —, no se escuchan las conversaciones ajenas.
— Perdona — dijo el hombre —, tu sombrilla está a tres metros de la mía y tu madre hablaba como si estuviera en su casa, ¿qué querías, que me tapara los oídos?
Los hombros de Isabella se vieron sacudidos de nuevo por un escalofrío.
— Es que ya no viven juntos — dijo —, así que mi custodia se la dieron a mamá, y la de Francesco a papá, uno a cada uno es lo justo, dijo el juez, Francesco nació cuando ya no se lo esperaban, pero yo le quiero como no quiero a nadie y por la noche me entran ganas de llorar, aunque también mamá llora de noche, la oigo, y ¿sabes por qué?, porque entre ella y papá hay disparidades existenciales, eso dijeron, ¿a ti te dice algo?
— Pues claro que sí — dijo el hombre —, es una cosa normal, las disparidades existenciales son cosas que le pasan a todo el mundo, no te lo tomes así.
Isabella tenía de nuevo las manos en la arena, pero había adoptado un aire casi travieso, soltó una breve carcajada.
— Tú eres un listillo — dijo —, no me has dicho aún por qué te pasas todo el día debajo de la sombrilla, de mí ya lo sabes todo y de ti no hablas, pero ¿para qué has venido a la playa si te pasas el día en la arena tomando pastillas, qué es lo que haces?
— Bueno — dijo él —, por decirlo de forma sencilla estoy esperando los efectos del uranio empobrecido, y para esperarlos hace falta paciencia.
— ¿Y eso qué es? — preguntó Isabella.
— Es largo de explicar, los efectos son efectos y para entender los resultados no queda más remedio que esperar.
— ¿Y tienes que esperar mucho?
— Ya no mucho, supongo, un mesecillo, tal vez menos incluso.
— Y, mientras tanto, ¿qué haces todo el día debajo de la sombrilla?, ¿no te aburres?
— En absoluto — dijo el hombre —, ejercito el arte de la nefelomancia.
La chica abrió los ojos de par en par, hizo una mueca y sonrió después. Era la primera vez que sonreía de verdad, mostrando sus pequeños dientes blancos sobre los que se deslizaba un hilo de plomo.
— ¿Es un invento nuevo?
— Oh, no — dijo él —, es una cosa muy antigua, fíjate que ya habla de ello Estrabón, porque atañe a la geografía, pero a Estrabón no lo estudiarás hasta el instituto, a tu edad como mucho se estudia un poco de Heródoto como has hecho tú este año con la profesora de geografía, la
geografía es una cosa muy antigua, querida Isabel, existe desde siempre.
Isabella lo miraba titubeante.
— ¿Y en qué consiste eso que has dicho..., cómo se llama?
— Nefelomancia — contestó el hombre— es una palabra griega, neféle quiere decir nube, y mantenía adivinación, la nefelomancia es el arte de adivinar el futuro observando las nubes, o mejor dicho, la forma de las nubes, porque en esta clase de arte la forma es la sustancia, y por eso he venido de vacaciones a esta playa, porque un amigo mío de la aeronáutica militar especializado en meteorología me ha asegurado que en el Mediterráneo no hay otra costa como ésta, donde las nubes se forman en el horizonte en un instante. Y así como se han formado, en un instante se disipan, y es precisamente en ese instante cuando un auténtico nefelomante debe ejercer su propio arte, para comprender lo que predice la forma de determinada nube antes de que el viento la disuelva, antes de que se transforme en aire transparente y se convierta en cielo.
Isabella se había puesto en pie, se sacudía mecánicamente la arena de sus piernecillas delgadas. Se arregló el pelo y echó al hombre una ojeada de escepticismo, pero su mirada estaba también llena de curiosidad.
— Te pongo un ejemplo — dijo el hombre —, siéntate en esa tumbona al lado de la mía, para estudiar las nubes en el horizonte antes de que se desvanezcan hay que permanecer sentados y concentrarse bien. Señaló con el dedo en dirección al mar.
— ¿Ves aquella nubecilla blanca, allá arriba?, sigue mi dedo, más a la derecha, cerca del promontorio.
— Ya la veo — dijo Isabella.
Era un pequeño copo que rodaba por el aire, lejanísimo, en el cielo de esmalte.
— Obsérvala bien — dijo el hombre —, y reflexiona, para la nefelomancia hace falta una intuición rápida pero la reflexión es indispensable, no la pierdas de vista.
Isabella se puso la mano sobre la frente, a modo de visera. El hombre se encendió un cigarrillo.
— Fumar no es bueno para la salud — dijo Isabella.
— No te preocupes por lo que hago yo, concéntrate en la nube, en este mundo hay un montón de cosas que no son buenas para la salud.
— Se ha abierto por los lados — exclamó Isabella —, como si hubiera desplegado las alas.
— Mariposa — dijo el hombre con competencia —, y la mariposa tiene un solo significado, no cabe duda.
— ¿Y cuál es? — preguntó Isabella.
— Las personas que tienen disparidades existenciales dejarán de tenerlas, las personas que están separadas se reunirán de nuevo y sus vidas serán tan graciosas como el vuelo de una mariposa, Estrabón, página veintiséis del libro principal.
— ¿Qué libro es? — preguntó Isabella.
— El libro principal de Estrabón — dijo el hombre —, ése es su título, por desgracia nunca ha sido traducido a ninguna lengua moderna, se estudia el último año de universidad porque sólo puede leerse en griego antiguo.
— ¿Y por qué no lo han traducido nunca?
— Porque las lenguas modernas tienen demasiadas prisas — contestó el hombre —, con la prisa por comunicar se vuelven sintéticas y al hacer eso pierden el análisis, un ejemplo, el griego antiguo en la declinación de los verbos tiene el dual, nosotros sólo tenemos el plural, y
cuando nosotros decimos nosotros, en este caso tú y yo, también puede significar muchas personas, pero los antiguos griegos, que eran muy exactos, si lo que fuera lo estábamos haciendo o diciendo sólo tú y yo, que somos dos, usaban el dual. Por ejemplo, la nefelomancia de aquella nube la estamos haciendo sólo tú y yo, la sabemos sólo nosotros, y para eso ellos tenían el dual.
— Chulísimo — dijo Isabella, y soltó un gritito llevándose una mano a la boca —, ¡mira hacia ese otro lado, hacia ese otro lado!
— Es un cirro — especificó el hombre —, un precioso cirro niño que dentro de poco será engullido por el cielo, las personas comunes podrían confundirlo con un nimbo, pero un cirro es un cirro, lo siento mucho por ellos, y la forma de un cirro no puede tener otro significado que no sea el propio, que otras nubes no tienen.
— ¿Y cuál es? — preguntó Isabella
— Depende de la forma — dijo el hombre —, tienes que interpretarla, ahí te quiero ver, porque si no, ¿qué clase de nefelomantes seríamos?
— Me parece que se está separando en dos — dijo Isabella —, mira, acaban de separarse en dos, efectivamente, parecen dos ovejillas que trotan una al lado de la otra.
— Dos corderos cirrinos, tampoco aquí caben dudas.
— No entiendo nada.
— Es fácil — dijo el hombre —, el manso cordero por sí solo representa las evoluciones de la humanidad, Estrabón, página treinta y una del libro principal, fíjate bien, pero cuando se separa, son dos guerras que avanzan en paralelo, una es justa y la otra es injusta, es imposible distinguirlas, algo que por lo demás no nos interesa mucho, lo importantees comprender en qué acabarán ambas, cuál será su futuro.
Isabella miró al hombre con el aire de quien espera una respuesta urgente.
— Acabarán de forma miserable, puedo asegurártelo, querida Isabel.
— ¿Estás seguro de verdad? — preguntó la chica con voz ansiosa.
— Eso debes decírmelo tú — susurró el hombre —, yo ahora voy a cerrar los ojos, eres tú quien debe interpretarlas, míralas y aguarda con paciencia, pero intenta captar el instante, porque después ya no te dará tiempo.
El hombre cerró los ojos, extendió las piernas, se puso un sombrerito tapándose la cara y permaneció inmóvil, como si se hubiera adormecido. Tal vez pasara un minuto, algo más incluso. En la playa reinaba un gran silencio, los bañistas se habían dirigido al restaurante.
— Se están disgregando en una especie de papilla — dijo Isabella en voz baja —, como cuando la estela de los aviones se deshilacha, ahora ya casi no se ven, qué extraño, casi ya no consigo verlas, mira también tú. El hombre no se movió.
— No hace ninguna falta — dijo —, Estrabón, página veinticuatro del libro principal, él nunca se equivocaba, la profecía del final de toda guerra la estableció hace dos mil años, sólo que nadie hasta ahora la había leído bien y nosotros hoy, finalmente, la hemos descifrado en esta
playa, nosotros dos.
— ¿Sabes que eres un hombre chulísimo? — dijo Isabella.
— Soy perfectamente consciente de ello — dijo el hombre.
— Creo que ya es hora de irme al restaurante — continuó ella —, quizá mamá ya esté sentada a la mesa y se esté poniendo nerviosa, ¿podemos seguir hablando esta tarde?
— No lo sé, la nefelomancia es un arte que cansa bastante, quizá por la tarde tenga que echarme un rato porque si no, esta noche ni siquiera podré ir a cenar.
— ¿Por eso tienes que tomar tantas medicinas?, ¿a causa de la nefelomancia?
El hombre se quitó el sombrero de la cara y se la quedó mirando.
— ¿Tú qué crees? — preguntó.
Isabella se había levantado, salió del círculo de sombra, su cuerpo brilló a la luz del sol.
— Ya te lo diré mañana — contestó.

(Antonio Tabucchi “El tiempo envejece deprisa”)