miércoles, 15 de agosto de 2012

La cocina de la abuela


En vacaciones y fiestas, pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina de la abuela Isabel, la estancia más grande de toda la casa. Tablas y cuchillos; sartenes, cacerolas de cobre, ristras de ajos y pimientos secos, colgando del techo; saquitos de cacao, azúcar, harina y legumbres sobre las encimeras de mármol; armarios repletos de conservas y mermeladas; potes de caldos hirviendo en los fogones y dulces haciéndose en el horno. Un corazón que latía a ritmo de huevos batidos, coplas, risas y algún grito acompañando el estruendo de loza al romperse. Me gustaba el ajetreo, la mezcla de olores dulces y salados, los golpes del cuchillo en la madera, fileteando ajos y picando cebollas.
Pronto me incorporé al trajín de los guisos y los asados para familiares y jornaleros. Al principio mi abuela me mandaba para el piso de arriba a estudiar las asignaturas del curso, pero la convencí para que me dejara pasar las mañanas en la cocina, con la promesa de que dedicaría las tardes al estudio. Subía a mi habitación después de comer, abría el libro de Lengua, leía varias veces las perífrasis verbales, no me enteraba de nada, lo dejaba abierto, salía por la ventana y me iba al río a coger berros para la ensalada.
Cuando caía la tarde, volvía a la cocina donde mi abuela cuajaba tortillas de camarones, escabechaba jureles o asaba chicharros. Bajo la dirección de Julia, la vecina que nos ayudaba, yo me iniciaba en los postres. Arroz hervido en leche, con un tirabuzón de piel de limón, natillas espesando, con un palito de canela, mouse de chocolate negro, plátanos al ron o granadas con vino y azúcar.
Pero era en las vísperas de las fiestas cuando más se cocinaba. Estofar perdices, cocinar las gallinas en pepitoria, rellenar buñuelos de nata y chocolate, hacer roscos, galletas, milhojas y bayonesas con cabello ángel. Tenerlo todo listo para cuando la casa se llenara de gente. Venían mis padres, mis tíos y mis primos. Unas treinta personas. Como había mucho trabajo, Julia se quedaba a dormir en la casa y se traía a su hija Nati. A ella le gustaba remover el azúcar dentro de un cazo con la cuchara de madera, hasta conseguir caramelo líquido para los flanes. Pero lo que más le gustaba, era hundir el dedo en la cazuela donde se enfriaba el chocolate negro, sacarlo con un dedal tibio y meterlo en mi boca.
Decidí, sin saber cuándo, que sería cocinero, pasaría el resto de mi vida entre pucheros, y desnudaría con mi lengua, el dedo de Nati. Me gané a mi madre cuando me puse el delantal y cociné en casa mi primer plato de callos. A mi padre le costó más renunciar al hijo universitario, pero, entre trocitos de pan mojados en salsas, torrijas, dulce de leche y la fogosidad de las siestas con mi madre, comenzó a soñarme un gran cocinero.
Lola Sanabria

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