Dirigióse el falso Maestro, seguido de algunos incautos
discípulos, al pueblo más próximo. Una vez en la panadería, el falso Maestro
pidió una barrita de pan… ” ¡ Paga!”, ordenó perentorio al discípulo más
próximo a él. Este pagó sin rechistar. Una vez en la calle, una turba comenzó a
seguirles. “¡Maestro!” –exclamó con voz triunfante un paralítico de aspecto
andrajoso y desnutrido— .! Una palabra, una sola palabra y..!. El falso Maestro
no pronunció palabra alguna y apartó hacia un lado al inoportuno. La turba se
sintió defraudada y empezó a lanzar piedras y guijarros al falso Maestro y sus
discípulos, que con las túnicas levantadas hasta las rodillas corrieron cuesta
abajo, alejándose del pueblo… Jadeantes y sedientos llegaron hasta un pozo
donde una campesina de sano aspecto y atractivo rostro llenaba su cántaro de
agua fresca… “¡Dame de beber!” –exclamó el falso Maestro–. Como quiera que la
campesina se resistiera, el falso Maestro le arrebató el cántaro por la fuerza
al mismo tiempo que ordenaba: “¡Ultrajadla, violadla!”. Una vez cumplida su
misión, el falso Maestro y los discípulos llegaron a orillas de un lago.
Propinaron una tremenda paliza a un pescador que se negó a prestarles su
embarcación y montaron en ella. Una vez mar adentro se desató una terrible
tormenta. “¡Maestro, sálvanos, que perecemos!”, gritaron los discípulos ante
las encrespadas olas, los vaivenes y bandazos de la embarcación… “iY quién os
ha dicho que yo sea el Maestro?”, gritó el individuo con voz de trueno. Minutos
más tarde zozobró la embarcación y perecieron todos sus ocupantes ahogados. Uno
de los discípulos tuvo fuerzas, ánimo y valor, antes de ahogarse, para
exclamar: “¡Ánimo, Maestro, unos pasitos…!”.
Alonso Ibarrola