martes, 3 de diciembre de 2013

El mago


Cuentan, que hace mucho tiempo vivió un gran mago que era muy respetado y querido en su comunidad. Decían que era un hombre tan bueno y tan integro, que la vida lo escuchaba cuando él hablaba, cumpliendo sus deseos.
En aquel pueblo se creó una tradición. Todos aquellos que tenían un sueño que alcanzar, se reunían con el mago. Una vez al año, en un día especial el mago los llevaba, junto a sus familias y amigos, aun lugar único en medio del bosque. Una vez allí, el mago encendía un fuego de una manera sorprendente y hermosa, entonces entonaba en voz muy baja una oración.
Y dicen que eran tan bellas las palabras que el mago pronunciaba, tan fascinante el fuego que encendía, tan conmovedora aquella reunión de gente en aquel ligar del bosque, que todas las cosas del mundo se confabulaban amorosamente para cumplir los deseos de quienes allí se encontraban, para que lograran ser felices, para que nunca perdieran la esperanza ni las ganas de soñar.
Cuando el mago murió, la gente se dio cuenta de que nadie conocía las palabras que el mago pronunciaba, pero conocían el lugar en el bosque, y sabían cómo encender el fuego.
Una vez al año siguieron reuniéndose en aquel mismo lugar del bosque y encendiendo el fuego como habían aprendido, y como no conocían las palabras del mago, se miraban a los ojos y conversaban compartiendo los sueños que juntos querían alcanzar.
Y dicen que la vida se conmueve y escucha. Que seguía siendo tan fascinante aquella reunión en medio del bosque, que aunque nadie decía las palabras exactas, a todos se les concedían sus deseos.
El tiempo ha pasado, y aquí estamos nosotros. Nosotros no sabemos cuales son las palabras, ni siquiera sabemos cómo encender el fuego de la manera en que lo hacía aquel mago, sin embargo hay una cosa que si sabemos. Sabemos éste cuento, y nos une lo más fundamental, la ilusión por compartir…

Y dicen que hay algo en el amor que es tan poderoso, que hay algo en ésta historia, que es tan mágico, que basta que alguien la cuente, y que alguien la escuche, para que surja entre nosotros ese lugar en el bosque, se encienda aquel fuego, y encontremos las palabras que nos ayuden a cumplir juntos nuestros sueños más queridos

miércoles, 14 de agosto de 2013

La noche de los feos (Mario Benedetti)





Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.



martes, 28 de mayo de 2013

Abuelo y nieto



Había una vez un pobre muy viejo que no veía apenas, tenía el oído muy torpe y le temblaban las rodillas. Cuando estaba a la mesa, apenas podía sostener su cuchara, dejaba caer la copa en el mantel, y aun algunas veces escapar la baba. La mujer de su hijo y su mismo hijo estaban muy disgustados con él, hasta que, por último, lo dejaron en un rincón de un cuarto, donde le llevaban su escasa comida en un plato viejo de barro. El anciano lloraba con frecuencia y miraba con tristeza hacia la mesa. Un día se cayó al suelo, y se le rompió la escudilla que apenas podía sostener en sus temblorosas manos. Su nuera lo llenó de improperios a los que no se atrevió a responder, y bajó la cabeza suspirando. Le compraron por un cuarto una tarterilla de madera, en la que se le dio de comer de allí en adelante.
Algunos días después, su hijo y su nuera vieron a su niño, que tenía algunos años, muy ocupado en reunir algunos pedazos de madera que había en el suelo.
-¿Qué haces? -preguntó su padre.
-Una tartera -contestó, para dar de comer a papá y a mamá cuando sean viejos.
El marido y la mujer se miraron por un momento sin decirse una palabra. Después se echaron a llorar, volvieron a poner al abuelo a la mesa; y comió siempre con ellos, siendo tratado con la mayor amabilidad.
Hermanos Grimm

martes, 21 de mayo de 2013

El rito



La ley estableció que sólo a aquellos a quienes sonriera la fortuna de alcanzar la provecta edad de cien años les sería dable acceder a la cámara más íntima del palacio real, a fin de presentar sus respetos al monarca. Éste, contrariando los protocolos, los aguardaría de pie, a la puerta de la gran sala, y los guiará del brazo hasta la puerta de la gran sala, y los guiaría del brazo hasta su propio trono, invitándolos a sentarse en él, hecho al que los ancianos accederían no sin visibles muestras de perplejidad. Una vez así acomodados, el monarca se dirigiría a ellos con el título de majestad y les rendiría todos los honores imaginables. El anciano, en fin, aun sin comprender cómo ni por qué, se convertía durante un rato en el rey que había ansiado ver. En caso de hesitación el monarca estaba autorizado, incluso, a confirmárselo de palabra:
-Vos sois, mi señor, el rey de este palacio -le diría al atribulado visitante.
A continuación, la guardia real entraría en la sala y uno de los lugartenientes se acercaría al anciano y, tras prosternarse ante él, lo degollaría de un limpio mandoble.
A cada ocasión, el trono real sufría la violencia de la sangre. Era el propio monarca quien, humildemente arrodillado en el suelo, lo limpiaba con minuciosidad hasta hacer desaparecer la última mancha. Y luego se sentaba a esperar.
Ismael Piñera Tarque

jueves, 28 de marzo de 2013

El falso profeta


Dirigióse el falso Maestro, seguido de algunos incautos discípulos, al pueblo más próximo. Una vez en la panadería, el falso Maestro pidió una barrita de pan… ” ¡ Paga!”, ordenó perentorio al discípulo más próximo a él. Este pagó sin rechistar. Una vez en la calle, una turba comenzó a seguirles. “¡Maestro!” –exclamó con voz triunfante un paralítico de aspecto andrajoso y desnutrido— .! Una palabra, una sola palabra y..!. El falso Maestro no pronunció palabra alguna y apartó hacia un lado al inoportuno. La turba se sintió defraudada y empezó a lanzar piedras y guijarros al falso Maestro y sus discípulos, que con las túnicas levantadas hasta las rodillas corrieron cuesta abajo, alejándose del pueblo… Jadeantes y sedientos llegaron hasta un pozo donde una campesina de sano aspecto y atractivo rostro llenaba su cántaro de agua fresca… “¡Dame de beber!” –exclamó el falso Maestro–. Como quiera que la campesina se resistiera, el falso Maestro le arrebató el cántaro por la fuerza al mismo tiempo que ordenaba: “¡Ultrajadla, violadla!”. Una vez cumplida su misión, el falso Maestro y los discípulos llegaron a orillas de un lago. Propinaron una tremenda paliza a un pescador que se negó a prestarles su embarcación y montaron en ella. Una vez mar adentro se desató una terrible tormenta. “¡Maestro, sálvanos, que perecemos!”, gritaron los discípulos ante las encrespadas olas, los vaivenes y bandazos de la embarcación… “iY quién os ha dicho que yo sea el Maestro?”, gritó el individuo con voz de trueno. Minutos más tarde zozobró la embarcación y perecieron todos sus ocupantes ahogados. Uno de los discípulos tuvo fuerzas, ánimo y valor, antes de ahogarse, para exclamar: “¡Ánimo, Maestro, unos pasitos…!”.
Alonso Ibarrola

domingo, 17 de febrero de 2013

Abuela grillo

Os invito a mirar esta preciosa historia. Un cuento en anime sobre la importancia del agua para nosotros

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domingo, 20 de enero de 2013

Andan entre nosotros


- ¿Eres parte de algún grupo satánico que profana cuerpos? ¡Habla! -le preguntó uno de los detectives a Aníbal, apoyó las manos en la mesa y lo quedó mirando fijamente.  Aníbal estaba sentado, tenía los codos sobre la mesa y la cabeza entre las palmas.
- ¡Ya les dije que no hice nada, que no soy ningún loco! Lo que les conté es verdad. 
- A ver, sigues con ese cuento de terror, con esa historia de vampiros que inventaste. ¿Crees que somos tontos? 
- ¿¡Otra vez!? No lo inventé. Les conté tal cual sucedió.
- ¡Ah sí! Pues cuéntala de nuevo. Tal vez nos termines convenciendo, ¿verdad muchachos? -dijo el detective con tono sarcástico al mirar a los dos oficiales que estaban en la sala; y éstos ensayaron una risita burlona.

- Les contaré de nuevo. Por más veces que me hagan repetirla mi historia no cambiará, porque es verdad.  Me llamaron de la funeraria por la noche: tenía que transportar a un fallecido hasta un pueblo lejano. Tomé un camino rural. Por largo rato no cruzó nadie por mí. En un punto del camino, una camioneta que estaba estacionada comenzó a seguirme. En una recta les hice señas para que se adelantaran, porque yo iba bastante lento, mas siguieron detrás de mí. 
Alcancé a saltar del asiento cuando escuché ruidos que venían de atrás, de donde estaba el ataúd. Me detuve y escuché; era claro que el ruido venía desde el interior del ataúd. ¡Alguien que dieron por muerto y no lo está! Pensé. Aunque me asustaba la idea de abrirlo, no podía ignorar aquello. Detuve el coche, bajé y fui hasta la parte de atrás. Vi que la camioneta también se detuvo, apagaron las luces y quedaron en la oscuridad. No le di importancia, ya me estaba anticipando al momento de abrir el cajón, aunque no imaginé que fuera tan aterrador.  Cuando abrí la tapa, el que estaba adentro, un hombre joven, medio calvo, abrió los ojos y me miró. Tenía las vistas coloradas, llenas de pequeños derrames, y cuando empezó a separar los labios y asomaron unos colmillos, los ojos se le pusieron todavía más rojos.  Retrocedí con cautela, temiendo que saltara sobre mí en cualquier momento; los ojos rojos me siguieron. Al intentar salir del vehículo casi choco con alguien mucho más espantoso que el del ataúd. Tenía cabeza de murciélago y empezó a rechinar los dientes. Alcancé a ver que me lanzó un manotazo, y caí inconsciente por el golpe, y así me encontraron -concluyó Aníbal. 

- Si su historia es cierta, ¿por qué los vampiros no lo mataron? -insistió el detective. 
- No lo sé. Tal vez supusieron que nadie me iba a creer, y que me iban a culpar por la desaparición del cuerpo, cosa que están haciendo ahora. Tal vez mantienen un perfil bajo, y así andan entre nosotros.
El detective sonrió al escuchar aquello, y dejó ver levemente sus colmillos.
(Jorge Leal)

domingo, 6 de enero de 2013

La mosca que soñaba que era un águila.





Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.
En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.

FIN
(Augusto Monterroso)