sábado, 23 de junio de 2012

En punto





Dice el diccionario que es puntual quien hace una cosa exactamente en el momento señalado. Eso quiere decir que, si quedas citado a las siete, eres puntual si te presentas a las siete. Hasta aquí todo claro. Lo que ya no queda tan claro es cómo definir a quien, habiendo quedado citado a las siete, a las seis ya está dando vueltas por calles cercanas a la del lugar del encuentro, y a las seis y media se para al lado del quiosco, que es el lugar acordado, más que nada porque es viernes y los viernes los quioscos florecen como jardines en tiempo de primavera: todos los periódicos de fin de semana aparecen de golpe, y a la hora de esperar hay pocas cosas más distraídas que observar lentamente portadas de revistas (y de libros, que llenan los escaparates laterales). A las siete menos cuarto, sin embargo, ya están vistas todas las portadas y, como todavía falta un cuarto de hora, no queda otro remedio que comprar finalmente una revista o un periódico y hojearlo perezosamente. Cuando llegas a la última línea de la última columna de la última página (que es la única que hay que leer: la de entretenimientos), son las siete y no hay ninguna razón para sentirse cansado de esperar, ya que en realidad la espera todavía no ha empezado. El tal individuo, que es puntual (está en el sitio exactamente en el momento señalado) y al mismo tiempo impuntual (había llegado antes de tiempo: no exactamente en el momento señalado, pues), soy, en este caso, yo, que continúo sin saber cómo definir esta impuntual puntualidad exacerbada que arrastro desde pequeño, para desgracia mía y sorpresa de las personas con quienes me cito, que acostumbran a ser obsesivamente impuntuales. Ser impuntual puede querer decir quedar a las siete y presentarse a las siete y un minuto, o a las siete y cinco minutos, o a las siete y cuarto, o a las siete y media, o a las nueve, o a las diez. (Que muchos impuntuales lo son porque disfrutan haciéndose esperar es tan obvio que no hay que darle más vueltas). Si, finalmente, la persona con quien te citas acaba por no presentarse, entonces deja automáticamente de ser impuntual para convertirse en un, o una, caradura. Si, afortunadamente, conocéis las costumbres de aquel a quien esperáis, podéis clasificarlo en la categoría adecuada, e incluso excusarle un retraso (o sorprenderos de una puntualidad fuera de lo común, o preocuparos por un accidente que no ha existido). Si no conocéis sus hábitos en las citas, el riesgo y la aventura se abren ante vuestro futuro inmediato y, muy probablemente, os convertiréis durante un largo rato en un maniquí impertérrito que se apoya en muros y farolas, maquinando deliciosas venganzas y clasificando, a modo de distracción, todos los tipos de puntual e impuntual con los que los hados nos enfrentan a lo largo de la vida.ëste era mi caso: desconocía completamente los hábitos formales de la chica a la que esperaba (siempre me la había encontrado a la salida de la central nuclear, que es donde trabajo yo; y ella también: de eso la conozco). Bien: a las siete y cuarto había mirado todas las portadas y leído no uno, sino dos periódicos (para ser exactos, undiario y una revista). A y media empecé a preocuparme por si habíamos quedado en otro sitio; por si habíamos quedado a otra hora; por si ella había entendido otro sitio u otra hora; por si era yo quien lo había entendido mal; por si le había pasado algo; por si sehabia echado atrás y decidido no venir (¡y yo que había pasado la aspiradora por la moqueta y colocado champán en la nevera, con la esperanza de una noche loca!); por si el tráfico era caótico en alguna zona de la ciudad (recordé, sin embargo, que no tenía coche y, por tanto, el caos automovilístico no la afectaba); por si era el metro lo que no funcionaba (un choque: los vagones descarrilados: los cadáveres por el andén: ¿el de ella también?); por si alguna otra causa se lo había impedido: la madre atropellada por un taxi: el padre caído por el agujero de un ascensor; el hermano pequeño (¿tenía algún hermano, pequeño o mayor?) detenido por traficante de balas de colores. A las nueve empecé a considerar la posibilidad de tomar una decisión. A las nueve y cuarto cerraron el quiosco (y el quiosquero, mientras bajaba la persiana de hierro, me miró como quien mira a un fantasma, o a un ladrón). Pensé que sería bueno tomar un café en el bar que había justo enfrente del quiosco, por si ella aparecía batiendo el récord de impuntualidad del país, que es bastante considerable. Pedí un café con leche.A las diez (ya habréis imaginado que las cosas no pasaban, ni pasan, exactamente cada cuarto de hora: precisar, además, los minutos sería cargante) pagué el café con leche, y mientras me volvía hacia la puerta vi, sentada en una mesa, mirándome sonriente, a Helena. (No nos emocionemos antes de tiempo: Helena no era la chica a la que yo había estado esperando toda la tarde. la chica a la que yo había estado esperando toda la tarde se llamaba Hortènsia. De paso me presentaré: me llamo Hilari.) Helena había sido novia mía en la universidad, hasta hacía un año: cuando acabé la carrera acabé con Helena. Ahora nos besábamos en las mejillas.-Cómo has cambiado...-No mucho, creo. A ti te encuentro igual.-Hacía un año que no nos veíamos. Y parece que haga más. Te encuentro más gordo. ¿A qué te dedicas? ¿Qué haces? Cuéntame cosas.-Es que...-Siéntate. Me da no sé qué verte de pie. ¿Has crecido? Te veo más alto.-¡No seas bestia! ¿Cómo quieres que crezca a estas alturas de la vida?-¿Qué tomas?-Eee... Un coñac.Cogí una silla y me senté. De golpe, no tenía ningunas ganas de que Hortènsia apareciese y me viese con Helena. Dudaba si era mejor irme enseguida y correr el riesgo de que Hortènsia llegase al quiosco justo entonces (cosa muy improbable: estaba claro que pertenecía a la raza de los caraduras), o quedarnos allí y correr otro riesgo: que Hortènsia llegase un poco más tarde, entrase en el bar y nos descubriese.- Te he visto cuando entrabas, hace media hora.No se me ocurrió preguntarle por qué no me había dicho nada.Pensé que, si yo no la había visto entrar (cosa muy extraña, ya que había estado junto al quiosco toda la tarde), ¿cuánto tiempo hacía que estaba en el bar? ¿Me había estado observando, pasmarote abandonado junto al quiosco, obviamente esperando a alguien que no llegaba, ni ha llegado? (¿Y ella, esperaba a alquien? ¿Me lo preguntaría a mí? Si lo hacía, ¿qué debía contestarle yo?)-¿Hace mucho que estás aqu´´i?Estratega de andar por casa, había preguntado yo primero.-UN rato. Hace tanto frío que he entrado a tomar algo caliente.
¿Qué era para ella un rato? ¿Qué patrón debía utilizar para juzgar si un rato era corto o largo? Y aquello del frío que hacía... ¿Se burlaba? Quedamos callados unos momentos, o un momento, o quizá unos fragmentos de momento que parecieron segundos larguísimos. Tenía que decir algo: los hechos imprevisto (y aquel encuentro era uno de ellos) me desconciertan. A ella debía pasarle una cosa parecida, porque yo no había contestado su última pregunta y no parecía haberse dado cuenta. Fuimos tirando pelotas fuera. De golpe, Helena empezó a hablar seriamente:
-Cuando dejamos de vernos me sentí fatal. Muy mal. DE verdad. No hace falta volver a hablar de eso: los dos sabemos lo que pasó. Yo... No lo sé. Decidimos no echarnos las culpas el uno al otro. De acuerdo. Sólo quiero explicarte que, al mismo tiempo que me sentía tan hundida, me sentía muy bien, muy bien de una manera extraña: era como si volviese a ser yo (y no me gusta esta frase: me parece barata). Pocos días después de que rompiésemos fui al cine, sola, ponían no sé qué. Fui al cine y, cuando salía, en el vestíbulo me fijé en el suelo, enmoquetado en tonos rojizos, con cuadros grandes. Y era como si siempre lo hubiese visto, pero ahora, por primera vez, lo contemplase. Como si nunca antes lo hibiese contemplado. Y, a pesar de estar deshecha, me sentía segura, observando aquella moqueta y aquellos sofás grises y aquellas puertas lacadas de negro, y tenía ganas de hablar con alguien, de ligarme a algún maromo que fuese muy romántico, muy blando, muy tierno. No sé si me explico bien: el udno, bueno o malo, estaba allí para mí, y estaba muy jodida, mucho; pero era yo la que estaba jodida. Y luego, cuando salí a la calle y vi los coches, y la gente, me gustaba pensar que no tenía que estar a tal hora en tal sitio para encontrarme con tal persona y que podía, no lo sé, tomarme una horchata, o ir a aver otra película, o volver a ver la misma, o sentarme en un banco a esperar que pasase el camión de la basura. O encontrarme con quien quisiese, o estar sola.
Yo no abía la boca. Ella dejó de hablar un momento, quizá sólo para tomar aliento, porque inmediatamente continuó:
_Durante este año he salido con uno de la facultad (yo todavía no he acabado): Hipòlit. No sé si te acuerdas de él: uno alto y pelirrojo, con la nariz enorme, que jugaba a baloncesto. Nos hemos estado viendo hasta hace una semana, cuando quedamos y no compareció.
-¿Quedasteis citados y no vino?
-Exacto. Luego llamó, al día siguiente, excusándose. Y le creí, porque la excusa (lo comprobé enseguida) era cierta. A veces pasan cosas como ésta y no tiene importancia. Pero aquel día vi muy claro que Hipòlit y yo habíamos acabado hacía tiempo; no por la tontería de no comparecer a la cita. Aquello había sido el detonante: de repente lo vi claro. Aquella sensación que te decía, de volver a reconocerme en el mundo, te la he descrito tan apasaionadamente porque ahora la estoy volviendo a vivir, y la moqueta rojiza es la que he visto esta tarde en el cine.
Mientras Helena hablaba, había ido disculpándole todas y cada una de las putadas que me había hecho tiempo atrás: digamos que volvía a estar razonablemente enamorado de ella. Empecé a dudar si de verdad la había odiado tanto durante quel año. Hizo el ademán de irse. Le insinué que nos viéramos. Agachó la cabeza, me miró y dudó. Insistí: ¿el lunes?
-El lunes a mí no me va bien.
-A mí tampoco, ahora que lo pienso.
-El martes a mí no.
-A mí sí, pero si a ti no...
-El miércoles tampoco.
-¿Y el jueves? No. El jueves a mí no. ¿Y el viernes? El viernes me va bien.
-El viernes no puedo. ¿Sabes lo que pasa?: cada vez que rompo con un novio, me lleno las horas haciendo cursillos. Cuando rompí contigo, me puse a estudiar italiano. Ahora he empezado alemán.
-Pues, en fin, mira, no sé...
-¿Y mañana? Mañana me va bien. Si no, tendremos que esperar hasta no sé cuándo.
Quedamos de acuerdo. Nos veríamos al día siguiente: en aquel mismo bar a las siete de la tarde. EN casa, encontré una llamada en el contestador autmático: Hortènsia no había podido venir poruqe, media hora antes de la cita, se había puesto enferma. Lo sentía mucho. Había llamado cuando yo ya no estaba en casa: a las seis.
Al día siguiente, sábado, dormía hasta la tarde. No recordaba si Helena era muy impuntual o sólo un poco. POr si acaso, decidí representar el papel del pequeño impuntual, que hace parecer menos anhelante; llegaría al bar a las siete y tres minutos. Sin embargo, puntual impuntualmente exarcebado como soy, a las seis ya estaba tres calles más allá, mirando escaparates. Compré castañas y me las fui comiendo lentamente,buscando papeleras para tirar las cáscaras. EScandalosamente puntual con mis decisiones, a las siete y tres minutos llegué ante el bar, eché un vistazo rápido al quiosco y al quiosquero (que me miró al bies, como si me tuviese visto) y entré en el bar. Me senté en una mesa y pedí anís. Los cuartos de hora fueron fluyendo, uno tras otro: Helena no comparecía. A las nueve me fui: compré un periódico en el quiosco. A mi lado, comprando otro, estaba Hortènsia, sorprendida de verme allí y lamentando no haber podido comparecer el día anterior; señalaba al culpable: un dolor de estómago terrible provocado por una comida mal digerida. Ahora, sin embargo (yu lo lamentaba mucho=, tenía prisa: quedamos citados para el día siguiente. Al día siguiente esperé sólo hasta las ocho y media: Hortènsia no se presentó. En la esquina me encontré a Helena, que iba con el tiempo justo: deprisa y corriendo se disculpó por no haber comparecido el día anterior. Quedamos para el día siguiente (ya se las arreglaría, me prometió, para cancelar las ocupaciones que tenía a aquella hora). Al día siguiente no se presentó. En la otra acera, sin embargo, topé con Hortènsia, que intentaba tomar el mismo taxi que yo (y que tomamos juntos): se excusó muchísimo y me pidió que nos encontrásemos al día siguiente. Al día siguiente esperé inútilmente y, harto, volví a casa caminando, dando una vuelta por las ga lerías de arte. Ante un magritte me encontré con Helena, que se excusó.
Las imaginé conchabadas: eran amigas y se pitorreaban de mí; se reían cada tarde, contándose dónde y cómo me habían encontrado , qué cara había puesto yo. Seguí el juego durante un mes. Hasta que me cansé.Quedé con una de ellas y no comparecí. En vez de ir al bar donde habíamos quedado, me escondí en el de enfrente, y observé a distancia si aquella con la que no había quedado observaba desde algún sitio para seguirme en cuanto yo saliese del bar y, entonces, encontrarse casualmente conmigo. Estaba en la barra cuando se me acercó un chico no del todo desconocido: alto y pelirrojo, y con pinta de jugador de baloncesto.
-Tú debes ser Hilari -dijo.
Hice que sí con la cabeza.Le hice saber mi suposición de que él era Hipòlit, el ex novio de Helena. Empezamos a hablar.Él no había acudido a la cita con Helena, un mes y algunos días atrás, por el mismo motivo por el que yo no lo había hecho aquella tarde. Evidentemente, conocía a Hortènsia y había pasado por los mismo escalones que yo. Recordamos los tiempos de la facultad (alejados en un año para mí, pero todavía actuales para él). Decidimos cenar juntos y, mientras cenábamos, tratamos de averiguar por qué actuaban así. ¿Y si no lo hacían motu proprio? Quizá no éramos los únicos burlados de aquella manera, y la ciudad estaba lena de payasos como nosotros. Quizá era una conjura mundial: las mujeres de todos los países se habían unido en una jugada magistral para volver locos a los hombres, antes de asestarles el golpe final e instaurar un nuevo matriarcado. Pedimos la tercera botella de champán. Era necesario, urgentemente, avisar al mundo de nuestro hallazgo, organizar a los hombres ante el peligro. Hipòlit sugirió un contraataque: uno de los dos tendría que conocer a una ex novia del otro, citarla y no presentarse él, sino el otro: la rueda empezaría a girar: todos los hombres en el mundo, se citarían con todas las mujeres, y ni unos ni otros acudirían a las citas.
A altas horas de la madrugada nos dijimos adiós. Quedamos para el día siquiente, para concretar la estrategia: a tal hora y en tal sitio. Evidentemente, al día siguiente, sobrio, no me presenté.

FIN

Quim Monzó